martes, 9 de octubre de 2012

El Hombre Acabado




¿Se imaginan ustedes que, en medio de la misa del domingo, un ateo se levantara de entre el público para rebatir al sacerdote? ¿O que al proclamar la palabra un polemista alzara la voz para decir que es imposible, en nombre de las leyes de la naturaleza, que sucediera la separación del mar Rojo o la multiplicación de los panes y de los peces?

            Ése fue el pensamiento que se me vino a la cabeza cuando, días pasados, mientras leía los comentarios a un excelente post de un bloguero católico, un par de ateos trataban de rebatir al autor recurriendo al argumentario rancio de las riquezas de la Iglesia, el genocidio causado por las religiones o el viejo mantra de que la ciencia está contra la fe. La primera pregunta que me escuché decir fue: ¿Qué hacen estos ateos en misa? ¿Por qué le quitan el micrófono al cura y son ellos los que nos dan el sermón?

            Nada de lo que decían es individuos harían plantearse su fe a ningún creyente medianamente seguro de sus convicciones, pero la situación expone muy bien el dilema de si debemos aceptar en nuestro blogs los comentarios de gente que se invita a sí misma, no para debatir civilizadamente sobre las disyuntivas trascendentes del ser humano, sino para lanzar sus tomatazos racionalistas presentando al creyente como un ingenuo aferrado a supersticiones sin sentido que les impide disfrutar  de los placeres de la vida y, de paso, amargan la  existencia a los hombres sensatos al prevenirle sobre las penas del infierno. Soy de los que piensan que las ovejas, aunque tengan la tentación de  querer pasar como vecinas hospitalarias, nunca  deben invitar al lobo a cenar.

            Al socialista y agnóstico Harry Heine, un día un amigo le preguntó por qué ya no se construían catedrales. La respuesta de Heine fue que los hombres de aquellos tiempos tenían convicciones; nosotros sólo tenemos opiniones. Cuando uno escucha los argumentos de los ateos basados en el copia y pega anticlerical, las fabulaciones antirreligiosas, las leyendas negras sin demostrar, el hablar de oídas y el propagar el bulo y la calumnia, no podemos dejar de sospechar que el ciber-ateo tiene muchas más opiniones que convicciones. De otra forma no les entendería cuando sostienen que la Iglesia debería vender sus riquezas y fundirla en lingotes de oro. Quizás en el mundo yupi de los ateos exista algún procedimiento químico capaz de transformar en oro, por ejemplo, el mármol con que Miguel Ángel esculpió la Piedad,  los frescos de la Capilla Sixtina o el baldaquino de Bernini

            Para encontrar las respuestas adecuadas muchas veces sólo hay que formular primero las preguntas correctas. Los eternos misterios del hombre ¿por qué existe el universo?, ¿de dónde venimos?, ¿adónde vamos? o ¿por qué siempre estamos insatisfechos?, para el creyente, a la luz de la fe, las respuestas que halla siempre están iluminadas por el foco de Dios, y todas las piezas le encajan. El incrédulo, que no acepta la premisa básica de un poder eterno y creador ajeno al espacio y al tiempo, construye hipótesis y formula teorías que no se satisfacen a sí mismas  y que, detrás de  cada puerta donde resuelve la respuesta a un incógnita, se encuentra también con un nuevo interrogante en una infinita búsqueda de enigmas sin resolver.

            Giovanni Papini era un hombre atormentado, ateo y profundamente antirreligioso que escribía obras blasfemas en las que ponía en boca de sus personajes frases ésta:

            - Hombres: haceos todos ateos, y pronto, Dios mismo, vuestro Dios, os lo pide con toda su alma.

            Pero en su obra Un hombre acabado, Papini reconoce su profunda infelicidad:

            - Todo está acabado, todo perdido, todo cerrado. No hay nada que hacer. ¿Consolarse? No. ¿Llorar? Para llorar hace falta un poco de esperanza. Y yo no soy nada, no cuento nada y no quiero nada. Soy una cosa, no un hombre. Tocadme, estoy frío, frío como un sepulcro. Aquí está enterrado un hombre, que no puede llegar a ser Dios.

            El hombre pagado de sí mismo de otro tiempo, el escritor que se burlaba de Dios, comienza a suplicar en su desesperación:


            -Yo no quiero ni pan, ni gloria ni compasión. Pido, humildemente, de rodillas, con toda la fuerza y la pasión de mi alma, un poco de certeza: una pequeña fe segura, un átomo de verdad… Tengo necesidad de algo verdadero. No puedo vivir sin la verdad. No pido otra cosa, no pido nada más, pero esto que pido es mucho, es una cosa extraordinaria, lo sé. Pero lo quiero de todos modos, a todo costo. Sin esta verdad, no consigo vivir y, si nadie tiene piedad de mí, si nadie me puede responder, buscaré en la muerte, la felicidad de la plena luz o la quietud de la eterna nada.

            El ateo insatisfecho, por fin, encontró a Cristo, y durante años vivió para rescatar sus obras blasfemas y destruirlas. Enamorado para siempre de la figura de Jesús, Papini gritaba:

            “Cristo está vivo. Es una experiencia emocionante, que encuentra todo convertido: Cristo está vivo. Oh Cristo, tenemos necesidad de ti, de ti solo. Tú nos amas… Viniste para salvar, naciste para salvar, te hiciste crucificar para salvar, tu misión y tu vida es la de salvar y tenemos necesidad de ser salvados”.

            ¿Qué buscan los ateos en los sitios creyentes? ¿Hacernos partícipes de su paraíso en la tierra? Que no se molesten. Su paraíso de libertad absoluta, sexo banal, placer sin límites y relativismo moral, no hacen felices a nadie. Ni siquiera a sí mismos. Las iglesias están llenas de antiguos vivalavida que lo probaron todo en los supermercados del materialismo, y después de darse una panzada en los festines del hedonismo, volvieron más insatisfechos que cuando entraron.

            Así se sentía el poeta holandés Pieter van der Meer mientras era ateo:

La tierra, dentro de miles o millones de años, será inhabitable y por fin perecerá. Entonces, será como si este planeta no hubiese existido jamás, todo será arrinconado en el vacío del olvido. Nadie llevará ya en sí la memoria de lo que aquellos extraños seres, que un día vivieron en la tierra y se llamaban hombres, realizaron y sufrieron... Todo habrá sido perfectamente inútil y esta comedia, que habrá durado miles de años y de la que nadie habrá sido espectador, podía igualmente no haber tenido lugar. ¿No es esto de una vertiginosa ridiculez? ¿No es para aullar de angustia y refugiarse en la muerte?

“Por espacio de un momento, breve como el zig-zag de un relámpago, estamos en la tierra, vivos, con los ojos abiertos, atormentados por todos los deseos y por todos los ensueños, queriendo alcanzar y abarcar lo imposible, interrogamos al pasado, leemos lo que los hombres han pensado antes de nosotros, nada sacamos en claro; interrogamos a la tierra, al cielo, a las estrellas, a los abismos de los espacios y a los de nuestra propia alma, lloramos de nostalgia por la belleza, gesticulamos apasionadamente y, de repente, caemos muertos y ya no hay nada más, nada, nada, nada, nuestros ojos están cerrados para siempre, los ojos con que ahora miramos las estrellas, esas estrellas que no nos recordarán”.

Poco a poco, empieza a dudar:

“¿Qué significa la vida,  a cuyo término está la muerte, ese inmenso agujero negro donde vamos cayendo uno tras otro como piedras? Decididamente es una perfecta estupidez tomarse la vida en serio si no existe el alma. Pero ¿acaso las religiones no son más que un hermoso sueño, bellas mentiras consoladoras a las que el hombre se aferra ante la perspectiva de desaparecer tragado por la noche espantosa de la muerte? ¿Contienen una realidad o no son más que quimeras? Sigo perplejo ante los enigmas. ¿Dónde puedo encontrar la verdad?

            La verdad la encontró en la fe, y tan grande fue el cambio en su vida que acabó ordenado sacerdote. Si este holandés, que durante tanto tiempo fue un hombre errante, viviera hoy y fuera un ateo furibundo como en sus tiempos jóvenes, muy probablemente estaría comentando como incrédulo en las bitácoras de los creyentes para lanzar sus proclamas materialistas, quizás tratando de pescar para su causa a muchas personas piadosas. Y a lo mejor, como este poeta holandés errante, pudiera ocurrir que fuera a pescar en las aguas de la fe y acabara siendo pescado.

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