lunes, 3 de septiembre de 2012

Buscando a un amigo...


Encontraron a Jesús

                Dejo para este post las dos historias que mejor encajan en el título: Un hombre sin fe un minuto antes, entra en una iglesia para buscar a un amigo, y se tropieza con Jesús de una forma tan arrebatadora e instantánea, con una fuerza tal que ese día se convierte en el centro de sus vidas hasta cambiarlas de manera definitiva y radical.

                Lo que sigue es lo que les pasó a dos hombres distintos, que no se conocían, que vivieron casi con un siglo de diferencia, que compartían la misma condición de ateos y de descendientes de judíos y que, en cierto modo, también les hermanaba un rechazo al cristianismo y a  la Iglesia. Son Alphonse Ratisbona y André Frossard.

                Alphonse Ratisbona era un judío francés, rico, cultivado, callejero, hijo de banquero; en dos palabras: un vivalavida. Vivía despreocupado del mundo y viviendo sólo para su mundo en donde sólo cabía él. Un náufrago dentro de sí mismo. Ese día, Alphonse estaba prometido y preparaba su boda. Era, además, ateo y sentía un escepticismo quisquilloso que le llevaba a estar enfrentado contra todo lo religioso.

                El otro personaje de este artículo, André Frossard, se consideraba a sí mismo un ateo perfecto: ni siquiera se preguntaba si Dios existía o no; no le cabía la menor duda de no había vida eterna. Ni conocía a Dios ni quería saber nada de Él.
                Nos parecían patéticos y un poco ridículos aquellos últimos militantes anticlericales que todavía predicaban contra la religión en las reuniones públicas, al igual que lo serían unos historiadores que se esforzaran por refutar la fábula de Caperucita roja... El ateísmo perfecto no era el que negaba a Dios, sino aquel que ni siquiera se planteaba el problema”.

Ambos tenían un amigo que rezaban por ellos

                Ratisbona tenía un amigo, el barón de Bussieres, un hombre muy piadoso que rezaba incesantemente por la conversión de Alphonse. Éste, por complacerle, y porque no le daba importancia alguna, accedió a ponerse una medalla milagrosa.

                Frossar conoció a un muchacho  en la redacción del periódico para el que trabajaba. Un tipo divertido y preguntón al que poco a poco consideró su hermano mayor. Católico de bautismo perdió la fe a los quince y la recuperó más tarde. Un día a Frossard su amigo le prestó un libro, y va a devolvérselo a la iglesia donde sabe que aquél cada día asiste a misa.

Horas antes de caer en tierra

                Sólo piensa en cosas sin fundamento. Cree que el mundo es política e historia, que las cosas sobre la vida eterna son un pasatiempo decepcionante. Nada le preocupa, nada le atrae. El Frossard incrédulo a las cinco y diez de aquella tarde no piensa en Dios, no se le pasa por la cabeza de que pudiera existir. De todas formas, si fuera creyente –piensa él- “los sacerdotes serían las últimas personas a los que iría a preguntar”, a los que no conoce sino a través de las cosas negativas que se decían de ellos. Son las cinco y diez y es ateo. Dos minutos más tarde, será cristiano.

                “Ninguna institución me era tan extraña como la Iglesia católica y diría que ninguna me resultaba tan antipática. Era la Luna y el planeta Marte; Voltaire no la elogiaba y prácticamente yo no leía más que a él y a Rousseau desde que cumplí los doce años”.

                Alphonse Ratisbona cuenta lo que le ocupaba y preocupa horas antes de entrar en aquella iglesia:
                »Después de haber almorzado en el hotel y llevado yo mismo mis cartas al correo, me dirigí a casa de mi amigo Gustave, el pietista, que había regresado de la caza; excursión que le había mantenido alejado algunos días.

                »Estaba muy asombrado de encontrarme en Roma. Le expliqué el motivo: ver al Papa.

                »-Pero me iría sin verlo -le dije-, pues no ha asistido a las ceremonias de la Cátedra de San Pedro, donde se me habían dado esperanzas de encontrarlo.

                »Gustave me consoló irónicamente y me habló de otra ceremonia completamente curiosa, que debía tener lugar, según creo, en Santa María la Mayor. Se trataba de la bendición de los animales. Y sobre ello hubo tal asalto de equívocos y chanzas como el que se puede imaginar entre un judío y un protestante.

                »Hablamos de caza, de placeres, de diversiones del carnaval; de la brillante velada que había organizado, la víspera, el duque de Torlonia. No podían olvidarse los festejos de mi matrimonio; yo había invitado a M. de Lotzbeck, que me prometió asistir.
                Pasado el acontecimiento, Alphonse se burla de sí mismo cuando recuerda cuál era su actitud ante lo trascendente ese mismo día de su conversión:
                «Si alguien me hubiera dicho en la mañana de aquel día: "Te has levantado judío y te acostarás cristiano"; si alguien me hubiera dicho eso, lo habría mirado como al más loco de los hombres.

                »Si en ese momento -era mediodía- un tercer interlocutor se hubiese acercado a mí y me hubiera dicho: "Alphonse, dentro de un cuarto de hora adorarás a Jesucristo, tu Dios y Salvador; y estarás prosternado en una pobre iglesia; y te golpearás el pecho a los pies de un sacerdote, en un convento de jesuitas, donde pasarás el carnaval preparándote al bautismo, dispuesto a inmolarte por la fe católica; y renunciarás al mundo, a sus pompas, a sus placeres, a tu fortuna, a tus esperanzas, a tu porvenir; y, si es preciso, renunciarás también a tu novia, al afecto de tu familia, a la estima de tus amigos, al apego de los judíos...; ¡y sólo aspirarás a servir a Jesucristo y a llevar tu cruz hasta la muerte!..."; digo que si algún profeta me hubiera hecho una predicción semejante, sólo habría juzgado a un hombre más insensato que ése: ¡al hombre que hubiera creído en la posibilidad de tamaña locura!”.

                Sobre las horas previas. André Frossard lo ve asÍ:

Un acontecimiento que iba a operar en mí una revolución tan extraordinaria, cambiando en un instante mi manera de ser, de ver, de sentir, transformando tan radicalmente mi carácter que mi familia se alarmó. Todavía la víspera era un muchacho rebelde y fácilmente insolente, es verdad, pero desde el punto de vista de la estadística, normal, gravitando en un círculo de ideas conocidas, teniendo, en materia de educación sentimental, el desorden que se decía propio de su edad... Al día siguiente, era un niño dulce, asombrado, lleno de una alegría grave, que se derramaba sobre unos allegados, desconcertados por la excentricidad de ese cardo, que inopinadamente florecía en rosas”.

Entran en la iglesia a buscar a sus amigos

                Frossard entró a una capilla, donde había Exposición del Santísimo Sacramento, a buscar a su amigo Willemin, pues le parecía que tardaba demasiado. Él dice así:

                “El fondo de la capilla está vivamente iluminado. Sobre el altar mayor, revestido de blanco, hay un gran aparato de plantas, candelabros y adornos. Todo está dominado por una gran cruz de metal labrado, que lleva en el centro un disco de un blanco mate (la custodia). Ya he entrado en iglesias, por amor al arte, pero nunca he visto una custodia e ignoro que estoy ante el Santísimo Sacramento... Mi mirada pasa de la sombra a la luz, va de los fieles a las religiosas inmóviles, de las religiosas al altar. Luego ignoro por qué, se fija en el segundo cirio que arde a la izquierda de la cruz. Entonces, se desencadena bruscamente la serie de prodigios, cuya inexorable violencia va a desmantelar en un instante el ser absurdo que soy y va a traer al mundo, deslumbrado, al niño que jamás he sido... No digo que el cielo se abre; no se abre, se eleva, se alza de pronto en fulguración silenciosa... Es un cristal  indestructible, de una transparencia infinita, de una luminosidad casi insostenible (un grado más me aniquilaría), un mundo distinto, de un resplandor y de una densidad que despiden  al nuestro a las sombras frágiles de los sueños incompletos. Él es la realidad, él es la verdad, la veo desde la rivera oscura donde aún estoy retenido. Hay un orden en el universo y en su vértice, más allá de este velo de bruma resplandeciente, la evidencia de Dios; la evidencia hecha presencia y la evidencia hecha persona de aquel mismo a quien yo habría negado un momento antes y que es dulce, con una dulzura no semejante a ninguna otra.

                “Dios estaba allí, revelado y oculto por esa embajada de luz que, sin discursos ni figuras, hacía comprenderlo todo, amarlo todo... El milagro duró un mes. Cada mañana volvía a encontrar con éxtasis esa luz que hacía palidecer al día, esa dulzura que nunca habría de olvidar y que es toda mi ciencia teológica... Sin embargo, luz y dulzura perdían cada día un poco de intensidad. Finalmente, desaparecieron sin que, por eso me viese reducido a la soledad... Un sacerdote del Espíritu Santo se hizo cargo de prepararme para el bautismo, instruyéndome en la religión de la que no he de precisar que no sabía nada. Lo que me dijo de la doctrina cristiana lo esperaba y lo recibí con alegría; la enseñanza de la Iglesia era cierta hasta la última coma, y yo tomaba parte en cada línea con un redoble de aclamaciones, como se saluda una diana en el blanco. Una sola cosa me sorprendió: la Eucaristía, y no es que me pareciese increíble; pero me maravillaba que la caridad divina hubiese encontrado ese medio inaudito de comunicarse y, sobre todo, que hubiese escogido para hacerlo el pan que es alimento del pobre y alimento preferido de los niños. De todos los dones esparcidos ante mí por el cristianismo, ése era el más hermoso”.

                Cuando Alphonse entra en la iglesia le ocurre algo parecido:

                »Al salir del café encuentro el coche de M. Théodore de Bussieres. El coche se para; se me invita a subir para un rato de paseo. El tiempo era magnífico y acepté gustoso. Pero M. de Bussieres me pidió permiso para detenerse unos minutos en la iglesia de San Andrés delle-Fratte, que se encontraba casi junto a nosotros, para una comisión que debía desempeñar; me propuso esperarle dentro del coche; yo preferí salir para ver la iglesia. Se hacían allí preparativos funerarios, y me informé sobre el difunto que debía recibir los últimos honores. M. de Bussieres me respondió:
                "-Es uno de mis amigos, el conde de La Ferronays; su muerte súbita es la causa-añadía-de la tristeza que usted ha debido notar en mí desde hace dos días." Yo no conocía a M. de La Ferronays; nunca le había visto, y no apreciaba otra impresión que la de una pena bastante vaga, que siempre se siente ante la noticia de una muerte súbita. M. de Bussieres me dejó para ir a retener una tribuna destinada a la familia del difunto.

                 -"No se impaciente usted -me dijo mientras subía al claustro-, será cuestión de dos minutos."

                »La iglesia de San Andrés es pequeña, pobre y desierta; creo haber estado allí casi solo: ningún objeto artístico atraía en ella mi atención. Paseé maquinalmente la mirada en torno a mí, sin detenerme en ningún pensamiento; recuerdo tan sólo a un perro negro que saltaba y brincaba ante mis pasos... En seguida el perro desapareció, la iglesia entera desapareció, ya no vi, o más bien, ¡¡¡Oh, Dios mío, vi una sola cosa!!!

                »¿Cómo sería posible explicar lo que es inexplicable? Cualquier descripción -por sublime que fuera- no sería más que una profanación de la inefable verdad. Yo estaba allí, prosternado, en lágrimas, con el corazón fuera de mí mismo, cuando M. de Bussieres me devolvió a la vida.

                »No podía responder a sus preguntas precipitadas; mas al fin, tomé la medalla que había dejado sobre mi pecho; besé efusivamente la imagen de la Virgen, radiante de gracia... ¡Era, sin duda, Ella!

                Alphonse acaba de ver a la Virgen.

                »No sabía dónde estaba, ni si yo era Alphonse u otro distinto; sentí un cambio tan total que me creía otro yo mismo... Buscaba cómo reencontrarme y no daba conmigo... La más ardiente alegría estalló en el fondo de mi alma; no pude hablar, no quise revelar nada; sentí en mí algo solemne y sagrado que me hizo pedir un sacerdote... Se me condujo ante él y sólo después de recibir su positiva orden hablé como pude: de rodillas y con el corazón estremecido.

Después del acontecimiento, ambos tratan de explicarse lo sucedido.

                Para Frossard:

Habiendo entrado, a las cinco y diez de la tarde en una capilla del barrio latino de París en busca de un amigo, salí a las cinco y cuarto en compañía de una amistad  que no era de la tierra. Habiendo entrado allí escéptico y ateo de extrema izquierda, volví a salir algunos minutos más tarde, católico, apostólico, romano, llevado, alzado, recogido y arrollado por la ola de una alegría inagotable. Al entrar tenía veinte años. Al salir era un niño listo para el bautismo”.

Ratisbona, por su parte, lo explica así:

                »Todo lo que sé es que, al entrar en la iglesia, ignoraba todo; que saliendo de ella, veía claro. No puedo explicar ese cambio, sino comparándolo a un hombre a quien se despertara súbitamente de un profundo sueño; o por analogía con un ciego de nacimiento que, de golpe, viera la luz del día: ve, pero no puede definir la luz que le ilumina y en cuyo ámbito contempla los objetos de su admiración. Si no se puede explicar la luz física, ¿cómo podría explicarse la luz que, en el fondo, es la verdad misma? Creo permanecer en la verdad diciendo que yo no tenía ciencia alguna de la letra, pero que entreveía el sentido y el espíritu de los dogmas. Sentía, más que veía, esas cosas; y las sentía por los efectos inexpresables que produjeron en mí. Todo ocurría en mi interior; y esas impresiones -mil veces más rápidas que el pensamiento- no habían tan sólo conmocionado mi alma, sino que la habían como vuelto del revés, dirigiéndola en otro sentido, hacia otro fin y hacia una nueva vida.»

Alphonse Ratisbona canceló su boda y, transcurrido el tiempo, se ordenó sacerdote.

                Sobre esta coincidencia tan extraordinaria ocurrida con cien años y mil kilómetros de diferencia, André Frossard se pregunta:

                “¿Pueden dos hombres, cercanos en edad, vivir la misma aventura espiritual, conocido un idéntico e imprevisible vuelco de la inteligencia y del corazón, en condiciones psicológicas y en circunstancias materiales análogas? ¿Es posible dejar constancia de dos conversiones instantáneas, de dos irrupciones bruscas de la luz en dos existencias orientadas hacia el mundo, en ambos casos poco preocupadas por la religión?”.  
             
                Dos hombres de ascendencia judía, dos mentes incrédulas, dos ateos perfectos, con un siglo de separación entre ambos sucesos, viven una experiencia de conversión general y radical que les hace cambiar para siempre.












2 comentarios:

  1. que me gustan las conversiones.....los caminos inexcrutables de Dios con el hombre Su Criatura amada en su Hijo Jesucristo.....y las "casualidades" que se ven con claridad desde la Fé....es estremecedora tu entrada...muchas gracias porque elevan el alma a Dios y agradecida le implora la Fé y la Alegria de Dios.

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  2. Como he disfrutado todos tus post Hermano Saulo...bellos,bellos,bellos!!!

    Mil bendiciones.

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