domingo, 30 de septiembre de 2012

Caminar como un Cojo


“Es mejor cojear por el camino que avanzar a grandes pasos fuera de él. Pues quien cojea en el camino, aunque avance poco, se acerca a la meta, mientras que el va fuera de él, cuanto más corre, más se aleja”.

            Esta cita de San Agustín ilumina lo que es el peregrinar del creyente en un mundo hostil que reniega de Dios, que le ha echado de la escuela, que ha declarado tabú pronunciar su nombre en público y que ha recluido su recuerdo a los claustros de los conventos, al ámbito de iglesias y capillas y a la intimidad de la familia.

            La ciencia atea ha intentado muchas veces presentar el cristianismo como un mito levantado sobre la figura de un hombre que nunca vivió. Hasta comienzos del siglo XX, incluso, se podían encontrar en las librerías obras con títulos como “Jesucristo nunca ha existido”. Pero son tantas y tan contundentes las pruebas históricas y arqueológicas del paso de Jesús entre nosotros, que hoy sólo un puñado de fanáticos irrecuperables se atrevería a sostener sus tesis en un foro público.

            Así es que, ya que no pueden derribar el pilar sobre el que se sostiene el edificio de la fe  cristiana, tratan de socavarlo por sus flancos más débiles. Jacinto Benavente escribió que lo peor que hacen los malos es hacer dudar de los buenos. El mal también tiene su lógica, sabe argumentar y mostrar su mercancía adulterada sobre vitrinas y escaparates llenos de adornos y oropeles fabulosos, luces encandiladoras que  hacen que la atención no se fije sobre el estiércol nauseabundo que quieren vendernos, sino sobre  el ruido hipnotizador con que tratan de desarmar nuestra voluntad de hombres de fe y colocarnos sus doctrinas perversas como si fueran verdades indiscutibles.

            Lo que nos vienen a decir es algo como esto: “Estamos de acuerdo con que Cristo estuvo por la tierra hace unos dos mil años. Pero el Jesús que predica la Iglesia no es el hombre que existió de verdad”. Por eso cada pocos años surgen polémicas salidas de las factorías del ateísmo militante como lo de la esposa de Jesús, anteriormente fue sobre una supuesta tumba de nuestro Señor, y un poco más atrás fue lo del evangelio de Judas. El demonio no coge vacaciones nunca y siempre está enredando y lo mismo utiliza al Canal de Historial, al National Geografic o a una profesora de Harvard para que, en un estilo docto y muy solemne, nos suelten una completa idiotez.

            Lo del trozo de pergamino con lo de la esposa de Jesús podía haber salido de un chiste del club de la comedia. El papelito de marras se calcula que fue escrito en el siglo cuarto, es decir, unos trescientos cincuenta años después de la muerte y resurrección de Cristo. Es como si dentro de tres siglos alguien escribiera de su puño y letra que Barack Obama en realidad no era negro, sino rubio albino, y enterrara ese documento  en el jardín de casa para que dentro de unos siglos un arqueólogo del futuro lo desenterrase, y construyese la hipótesis histórica de que el presidente Obama jamás fue un afroamericano sino un tipo de pelo blanco y piel albina que siempre llevaba gafas de sol.

            Cualquier charlatán de medio pelo escribe hoy una novela delirante sobre los secretos que oculta la Iglesia que, de saberse, cambiarían el curso de la historia. Por eso abundan tantas historias y películas donde siempre hay catedrales con pasadizos secretos que conducen, a través del espacio y del tiempo, a  lugares prohibidos donde sectas milenarias cuyas cabezas pensantes están dirigidas por  religiosos siniestros que custodian secretos  por el que son capaces de matar con tal de no ser revelados.

            La sociedad actual ha logrado que traguemos con fenómenos objetivamente perversos como el divorcio, el aborto, la eutanasia, la experimentación embrionaria o las uniones entre personas del mismo sexo. Ha conseguido que la opinión pública simpatice con estas realidades y además que declare como enemigos del progreso a todos los que se oponen a ellas. La primera de la lista es la Iglesia.


            Mientras ella sigua siendo la voz que clama en el desierto, mientras siga proclamando que las verdades del Evangelio continúen teniendo tanta vigencia como hace dos mil años, mientras persista en condenar la cultura de la muerte que aborta cada año a millones de inocentes, mientras siga señalando que la eutanasia es la suplantación de la voluntad de Dios, mientras insista que el divorcio y el sexo utilitario y sin compromiso son soluciones equivocadas, la Iglesia seguirá estando en el punto de mira de cuantos están interesados en silenciar su voz y amordazar su voluntad. La fiesta atea debe continuar y hay que echar del baile al que sigue empeñando en gritar que el rey sigue desnudo.

jueves, 27 de septiembre de 2012

Pérdidas y Renuncias

Cada día me cruzo con un hombre de mediana edad que anda siempre con la mirada extraviada y sin luz, la cabeza gacha, los hombros caídos y arrastrando los pies como si tuviera que cargar sobre sus espaldas el peso colosal de una montaña gigantesca.

            Ese hombre está diciendo a gritos que la vida le ha engañado, que todo es una estafa, que nunca se cumplieron sus sueños y que ya nada queda por lo que luchar. Su vida, muy probablemente, sea la biografía de una existencia atormentada por un montón de pérdidas y renuncias.

            A diferencia de los animales, la conducta humana no está siempre orientada a la supervivencia o la presión de lo orgánico. El hombre puede preferir lo que desagrada antes que lo apetecible si lo considera objetivamente bueno.

            Por eso el devenir de la humanidad está escrito con historias de renuncia contada por gente que hace dejación de algo por el bien de alguien. Renuncian las madres al éxito profesional por cuidar a los hijos recién nacidos; renuncian los abuelos a la vejez tranquila por acoger a los nietos; renuncian los cooperantes a la vida segura y las comodidades del hogar por acudir a la llamada de las misiones; renuncia el sacerdote y la religiosa a la familia por amor a Cristo; renuncian los servidores públicos al calor de la familia en Navidad por cubrir su guardia de enfermera o de bombero. Por encima de sus intereses, asoma el horizonte del bien común y a él responde el ser humano más allá de lo que le gustaría hacer.

            Todos tenemos pérdidas que lamentar. Nacemos y ya perdemos el refugio seguro del vientre materno. Somos lanzados a la vida sin haber aprendido a respirar, nuestra primera respuesta ante el mundo es un llanto desgarrado. Perdemos la inocencia de la infancia antes los primeros sobresaltos que nos producen los males de la enfermedad o la ausencia de los seres queridos. Perdemos la confianza en los amigos  cuando nos hacen daño o nos traicionan. Perdemos el amparo de la familia cuando nos marchamos lejos, perdemos la libertad individual cuando nuestro destino se une a otro ser; perdemos la fe en el mundo cuando nos agreden. Perdemos el trabajo, el tiempo, perdemos, a veces, el sentido del bien y el mal, el honor o el amor propio. Perdemos nuestra autosuficiencia física cuando enfermamos y se colapsan las facultades motrices  o la lucidez intelectual cuando la vejez nos va despojando de la vida: ahora nos duelen los huesos, los músculos se atrofian, los pies no responden, las manos se agarrotan. Nos vamos muriendo por entregas.

            Pero, en medio de tantas pérdidas y de tantas renuncias, puede haber una epifanía, un momento de gloria si logramos aligerar el paso y marchar junto a Aquel que va delante guiándonos el camino. Es el mismo Jesús que está dispuesto a recoger los restos de nuestro naufragio personal y ponerlos junto al altar del Padre.




El Cielo no responde (y 4)


La escritora francesa Marguerite Duras dijo: “No creo en Dios pero hablamos muy a menudo”. Este nadar entre dos aguas propio de los que buscan sin saber que lo hacen, se releja con nitidez en el pensamiento de Jean Serment: “He pasado toda mi vida en tensión, como un arco, pero nunca he sabido dónde apuntar y lanzar la flecha”.

            Frente al misterio del dolor humano y el mal en el mundo, el hombre sin fe, como Camus, se pregunta dónde está Dios, por qué permite el sufrimiento de los débiles. A lo largo de todas las épocas, las distintas religiones han querido aportar una respuesta a este dilema que para muchos les resulta insuperable. En el Antiguo Testamento, la enfermedad y las calamidades sufridas por las personas eran fruto de los pecados de sus antepasados. En el Islam, vemos cómo en países como Afganistán o Arabia Saudí, la mujer violada no sólo no es una víctima de un acto cruel, sino que se la considera colaborador de él. En uno y otro país nos llegan casos de mujeres que han sufrido esta agresión y son obligadas a casarse con su violador, e incluso son condenadas a doscientos latigazos y penas de cárcel.

            En el hinduismo, las desgracias que ocurren a los seres humanos son fruto de las malas acciones obradas en las vidas anteriores de los parias que la sufren, y deben pagar con su karma hasta que a lo largo de muchas existencias consecutivas, sus errores sean corregidos por siglos de penitencia. Es frecuente ver a los hinduistas haciendo abluciones en las orillas del río Ganges y cómo, en medio de tantos devotos religiosos, puede verse a enfermos terminales sacudidos por convulsiones. Nadie de los que les rodean acudan a socorrerle y le dejan morir solos porque ése es su karma.

            Sólo el cristianismo puede iluminar ese misterio oscuro que es el sufrimiento humano. Cristo, desde su nacimiento, no se privó de saborear, palpar y oler la fragilidad humana. Nació entre bestias y ruinas porque nadie quiso hospedarle. Al poco de nacer hubo de huir y sufrir exilio porque Herodes le buscaba para matarle. Él, que era Dios y merecía el reconocimiento de su condición divina, debió vivir durante treinta años en una vida discreta y escondida, aprendiendo un humilde oficio lejos de la gloria del mundo. Cuando salió a predicar debió escuchar murmuraciones y calumnias, le acusaron de brujería, de hacer magia negra, de no respetar el sábado, de ser un pobre judío que se proclamaba a sí mismo como Hijo de Dios. Fue traicionado por uno de los mismos que eligió para llevar la buena noticia a todas partes, fue encarcelado y condenado con un simulacro de juicio ni pruebas. En su cabeza le encajaron un casco de púas afiladísimas contra la cual hundieron látigos y palos. Su cuerpo fue desgarrado espeluznantemente por cientos de latigazos de verdugos que se ensañaron con gran vehemencia sobre su espalda. Sin fuerzas, con el hombro desgarrado por una llaga descomunal que dejó el hueso al descubierto, fue obligado a cargar el madero mientras una multitud enfebrecida le lanzaba insultos y blasfemias, gritos y amenazas, le escupían, le empujaban, le zarandeaban, se burlaban de Él. En la cruz, sus manos y sus pies fueron perforados por clavos que quebraron sus huesos y le desgarraron la carne con un dolor insoportable. Mientras agonizaba, su cuerpo desgarrado y torturado se movía sin descanso de un lado a otro buscando un segundo de alivio, rebotaba en dirección contraria y, sin fuerzas, volvía a hacer el recorrido contrario buscando otro instante de paz.

            Que nadie diga que Dios es indiferente al dolor humano, que se cruza de brazos y mira hacia otro lado mientras un niño se ahoga en la piscina, un adolescente la emprende a tiros o un avión cae al mar. Dios se hizo hombre y fue calumniado, torturado y ajusticiado como el peor de los criminales. Él no habla de oídas, ha experimentado nuestra fragilidad humana y se ha calzado la piel del hombre, sabe de lo que hablamos y sentimos cuando alguien mira al cielo y le dice: ¡Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?

            Jesús no sólo sufrió el dolor sino que además nos hizo ver en él una fuente de salvación y un camino a la gloria sin fin. “Venid a mí los que estéis cansados y agobiados que yo os aliviaré”. “El que quiera salvarse, que tome su cruz y me siga”. “Bienaventurados los que lloran porque ellos serán consolados, bienaventurados los perseguidos a causa de la justicia porque de ellos es el reino de los cielos, bienaventurados los que buscan la paz, porque ellos verán a Dios”. “Bienaventurados seréis cuando os injurien, os persigan y os calumnien de cualquier modo por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en el Cielo: de la misma manera persiguieron a los profetas que os precedieron”.

            Cristo no sólo se vistió con el traje del sufrimiento humano, sino que nos hacer ver que el dolor no es gratuito ni arbitrario, que no queda sin recompensa, que las lágrimas y la sangre, la enfermedad y la muerte, pueden convertirse en vales al portador para ingresar por la puerta del paraíso. En palabras del padre Nouwen “Dichosos los que lloran porque ellos serán consolados. Ésta es la inesperada noticia: nuestra aflicción encierra una bendición oculta. ¡No son objeto de bendición los que consuelan sino los que sufren! De algún modo, a pesar de nuestras lágrimas, hay un regalo escondido. De algún modo, a pesar de nuestros lamentos, se dan los primeros pasos de la danza. De algún modo, el dolor que nos ocasionan nuestras pérdidas es parte de nuestros cantos de agradecimiento”.

            Dostoievski, que experimentó una profunda conversión religiosa cumpliendo condena en una cárcel rusa, hizo esta declaración de amor incondicional a la figura de Jesús:

            “Soy hijo de este siglo, de la incredulidad y de las dudas y lo seguiré siendo hasta el día de mi muerte. Pero mi sed de fe siempre me ha producido una terrible tortura. Alguna vez Dios me envía momentos de calma total, y en esos momentos he formulado mi credo personal: que nadie es más bello, profundo, comprensivo, razonable, viril y perfecto que Cristo. Pero además –y lo digo con un amor entusiasta- no puede haber nada mejor. Más aún: si alguien me probase que Cristo no es la verdad, y si se probase que la verdad está fuera de Cristo, preferiría quedarme con Cristo antes que con la verdad”.

La Cruz y el Microscopio (14)



martes, 25 de septiembre de 2012

El Cielo no responde (3)



                  En su obra, Dios necesita de ti, el padre Leo J. Tresse cuenta este hecho que conoció de primera mano:

            Un niño de unos tres años corría por el césped del jardín de su casa, perseguido por su madre.

            -¡Ven aquí, Timmy, ven aquí! –le gritaba su madre-. ¡No atravieses el seto!

            Pero Timmy no le hizo ningún caso. Traspasó el seto y sorteó hábilmente los automóviles estacionados en la calzada, donde un coche que pasaba le lanzó por los aires. Su cuerpecillo roto fue a caer en brazos de su madre.

            El padre Trese hace una reflexión sobre este suceso:

            “Dejando aparte de que Timmy era demasiado joven para responder de sus actos, la escena recuerda mucho a la actitud de Dios con los pecadores. “Ven aquí, ven aquí”, grita ansiosamente, con su gracia, cuando un alma corre hacia el pecado. Pero el pecador, ajeno a todo lo que es su deseo, hace oídos sordos a la voz de Dios y sale voluntariamente al encuentro con la muerte”.

            Para quienes reclaman a Dios que intervenga cada vez que los impulsos humanos, la furia de la naturaleza o las catástrofes naturales nos sacudan con el horror de la tragedia, le están pidiendo que cambie las reglas de juego a mitad del partido, que suspenda las leyes sísmicas para que no ocurran terremotos o los procesos climáticos para detener torrentes o calmar huracanes; que transforme  un instante el corazón de un criminal privándole de su libertad para elegir que impida que un tren descarrile o un coche se estrelle contra un árbol.

            Para los que han sentado a Dios en el banquillo, le someten a juicio por no impedir el mal de los inocentes, pasan por alto que, para los que cometen el mal, la justicia divina no acaba sino que empieza con la muerte del impío, que esa justicia no es cosa de broma y que pesará su condena por toda la eternidad. Quizás por ello el Juez Supremo, antes de golpear el mazo condenando al pecador irredento, tiene tanta paciencia y le concede una oportunidad de cambiar por cada día que pisa la tierra.

            Se olvidan también que, para los inocentes destruidos por el hombre perverso, la misericordia de Dios dura para siempre, que el dolor sufrido puede significar el gozo perpetuo. Hasta un filósofo tan poco religioso como Kant supo verlo cuando dijo que “Dios bien podría compensar infinitamente cualquier tragedia con una eternidad feliz”.

            Si Dios impidiera el sufrimiento, neutralizaría también la libertad del hombre para elegir entre el bien y el mal, y anularía por completo el libre albedrío. Supongamos que cada vez que vayamos a hacer algo (asaltar una joyería, cometer adulterio o gastarnos en copas el sueldo del mes) una fuerza extraña cerrara un lazo sobre nosotros y nos impidiera movernos. Ese principio se aplicaría también a nuestras palabras cuando vamos a soltar una mentira, decir una palabrota o blasfemar; a nuestras miradas y hasta a los pensamientos más ocultos. Ocurriría como en esos programas que en horario infantil hacen sonar un pitido cada vez que alguien suelta un taco, o como cuando en la tele una imagen pixelada hace borrosa la figura de los cuerpos desnudos. Dios no quiere santos a la fuerza, la bondad no puede ser dirigida o estar carente de méritos, el mal no puede ser prohibido por decreto divino porque entonces el hombre ya no tendría derecho a ser heredero del reino de los cielos.

            Los incrédulos suelen lanzar esta objeción a la creencia en Dios:

            Si Dios es padre, carece de poder para ayudar; si es todo poderoso, entonces es cruel porque no quiere ayudar.

            Santo Tomás argumenta que el mal no existiría si no existiera Dios. No es un mal para la piedra no tener vista. Algunos estudiosos estiman que la inteligencia de los perros es más o menos como la de un niño de dos años. Que un can no tenga el coeficiente intelectual de un científico no representa para esta criatura ninguna minusvalía, pero sí lo sería para un ser humano adulto con una discapacidad mental tan acusada que le impediría moverse en el mundo al no saber distinguir lo verdadero de lo falso. Un conejo no sabe multiplicar ni un gato dar cuerda al reloj. Para ninguna de estas criaturas su ignorancia es un mal, pero para el hombre del siglo XXI sería una catástrofe.  Que el común de las personas tengamos un oído musical no mucho más agudo que un matasuegras no es un mal en sí mismo, pero sí lo sería para un músico profesional. Por eso el mal no es otra cosa, diría, santo Tomás, que la ausencia de un bien. A quien niegan a Dios porque hay dolor en el mundo, el santo les responde que, puesto que hay mal, existe Dios.

            Después las matanzas de los mártires cristianos, la Iglesia se extendió por el mundo, millones de paganos conocieron a Cristo y salvaron su alma. No podía dar libertad a Herodes sin poner en peligro a los santos inocentes. Tras el terror de la revolución francesa, la Iglesia vivió un florecimiento y surgieron santos tan grandes como el cura de Ars. “El hombre verdaderamente bueno es solamente el que ha podido ser malvado y no lo ha sido”, dijo Nicola Ioarca. Si interviniera de oficio siempre que el corazón humano se desviase, el libre albedrío se convertiría en una farsa.

La Cruz y el Microscopio (13)


El Cielo no responde (2)




En la novela de Truman Capote “A sangre fría”, uno de los personajes hace un paralelismo de lo que podría ser la eternidad que, desde que leí la obra hace algunos años, me ha parecido una de las mejores alegorías de lo que podría ser el tiempo sin tiempo, la eternidad.

            Sin ser una cita textual, viene a decir más o menos así:

            “Si un pájaro empezara a transportar, grano a grano, toda la arena que hay en la playa más inmensa que pudiera existir, llevarla al otro lado del mundo, y volver a hacer el viaje de vuelta, cuando ese ave termine de vaciar esa playa tan enorme, grano a grano, ése sólo sería el primer segundo de la eternidad.

            No se puede entender la relación de Dios con el sufrimiento humano sin considerar la promesa de eternidad. Cuando un padre levanta las manos al cielo buscando justicia por el hijo asesinado, en medio de la tragedia y el mayor de los sufrimientos, el corazón humano presenta el último recurso ante la Justicia Divina con el convencimiento de que Él reparará el dolor y el desorden causado por el mal ciego y arbitrario.

            Frente a la tragedia del dolor humano, Dios dispone de dos comodines para congraciarse con el hombre: el de la justicia y el de la misericordia. Con ambos pagará generosamente las obras de los verdugos y la tragedia sufrida por los inocentes. Y el tiempo de Dios no es el tiempo del hombre, no son horas y días contados que pasan fugaces. Él dispone de toda la perpetuidad para afrentar al injusto y premiar a sus víctimas. Sin la premisa de lo que nunca se acaba, sin poner sobre el tablero de juego los ases  de la justicia y de la misericordia, no podemos decir que Dios se retira del juego antes de tiempo o que Dios es indiferente al mal del mundo.

            Imaginemos dos pasajeros que viajan de noche en un vagón de metro. Ambos se bajan en la misma estación, atraviesan el andén al mismo tiempo y salen a la calle por la misma boca de metro. El hombre es un violador; la mujer será su víctima. Conociendo el final de la historia, los que no creen en Dios a causa del mal en el mundo, razonarían que, si ese ser tan bueno al que llamamos Dios existiese, fulminaría al violador repugnante con el sablazo de un infarto, le arrollaría un camión o le llovería sobre su cabeza un trozo de cornisa del tamaño del Titánic. A la mujer la dejaría que llegase a su casa y que aquel día sólo fuese uno de tantos otros donde no pasa nada.

            Pero Dios es padre de ambos, de la víctima y también del bárbaro. A los dos seguirán amando por igual y a los dos dará cada día la oportunidad del arrepentimiento y la conversión. Además, la historia puede que no acabase ahí. Puede que, fruto de ese delito tan sucio, la mujer se quede embarazada y, a pesar de todo el griterío de la sociedad actual fascinada por escoger el camino fácil y la vía utilitaria, decida tener a su hijo. Que después lo dé en adopción o que lo críe ella misma, que el hogar donde se eduque el pequeño sea un sitio de amor, que fruto de esa felicidad familiar salga un niño, un joven más tarde y un adulto finalmente dotado de un gran amor al prójimo. Que ese hijo de una violación funde un hogar para niños sin techo, un centro de acogida para los parias de la tierra o una granja donde se rehabilitan toxicómanos o ludópatas; que ese ejemplo arrastre a otros a dar limosnas para que más niños abandonados o enfermos compulsivos en busca de redención tengan una cama caliente, una sopa en la mesa y una esperanza de recuperar el mando sobre sus vidas; que muchos otros jóvenes sin esperanza vean en ese ejemplo una forma de dar sentido a sus vidas caóticas, que se unan a esas fundaciones, que su testimonio llame a otros a hacer lo mismo, y que estos otros se muevan por el mundo haciendo una obra buena. Y además de todo esto, al violador que tenemos sentado en el banquillo le puede ocurrir como aquel que causó la muerte a Santa María Goretti mientras intentaba forzarla, que el ejemplo de su víctima le transformó. Dios conoce mejor que nadie su oficio y siempre tiene un plan B.

La Cruz y el Microscopio (12)

domingo, 23 de septiembre de 2012

El Cielo no responde




Cuando el premio Nobel y escritor francés Albert Camus tenía unos dieciséis años, fue testigo de un suceso que le dejó una marca profunda durante toda su vida. Paseaba, junto a un amigo, por la orilla del mar cuando se tropezaron con un alboroto. Arrollado por un autobús, yacía en el suelo el cadáver de un niño árabe. La madre del chiquillo daba alaridos desgarradores mientras el padre sollozaba en silencio. Camus, después de unos momentos de desconcierto, levantó la vista y dijo al que le acompañaba:

            -¡Mira, el cielo no responde!

            El problema del dolor es el plato picante con el que se han indigestado muchos de los que, de forma sincera, han buscado a Dios. Al escritor francés le parecerá, a partir de aquella tragedia presenciada en Argel, que la solución religiosa tendrá que ser una falacia. “Todo mi reino es de este mundo”, dirá a todos los que querían escucharle, aunque, quizás cansado de su existencialismo estéril, al final de su vida trató de hallar consuelo en la fe y llegaría a reconocer que “He deseado ser dichoso como si no tuviera otra cosa que hacer”, y que “los hombres mueren y no son felices”.

            En la obra Esperando a Godot, de Samuel Becket, aparecen dos vagabundos llamados Vladimir y Estragon que esperan en vano, junto a un camino, a un tal Godot, con quien quizás tienen alguna cita. El público nunca llega a saber quién es Godot, o qué tipo de asunto han de tratar con él. Un muchacho hace llegar a los vagabundos el mensaje de que Godot no vendrá hoy, pero quizás mañana sí. Esta trama simboliza el tedio y la carencia de significado  de la vida humana si se la retira del foco luminoso de la fe, tema recurrente en los escritores existencialistas como Albert Camus. Aunque el autor lo negara, la mayoría de los críticos ven en el papel de Godot al Dios que  permanece en silencio.

            Según estos pensadores agnósticos, no es razonable pensar en un Dios que se cruza de brazos ante la cámara de gas, la tortura, el homicidio, la barbarie de la guerra o las devastaciones de la hambruna, las sequías y las epidemias. No logran entender a ese ser todopoderoso y todo bondad de los cristianos que se mantiene al margen mientras los hombres se despedazan o los desastres materiales devastan pueblos y convierten en escombros, polvo y cenizas ciudades enteras. Para ellos “Dios concebido como causa o inteligencia suprema no da razón de la sinrazón humana, del dolor de siglos de esclavitud y guerras, enfermedades e injusticias. ¿Cómo responde Dios al escándalo del sufrimiento humano?”. Para Sartre, el hombre es una pasión inútil, pero Sócrates ya había escrito que si la muerte acaba con todo, sería ventajoso para los malos.

            En Macbeth, Shakespeare pone en boca de su personaje que la vida es un cuento sin sentido, narrado por un idiota que gesticula aparatosamente sobre el escenario de la muerte. “Casi toda la humanidad –dice Julián Marías- ha compartido la esperanza en la vida después de la muerte. Pero esa esperanza ha estado unida a la zozobra de la duda”. Para Bernanos, el escándalo del universo no es el sufrimiento, sino la libertad.

            Si el hombre es un ser libre, tenemos que contar con que pueda usar perversamente esa libertad y que, por medio de esa opción errónea, exista el mal en el mundo. Si cada vez que el hombre, en el uso de la facultad que tiene de usar su libertad para escoger entre  el lo justo y lo injusto, lo que florece o lo que envenena, lo que construye o lo que destruye,  antes de cometer un acto retorcido la mano de Dios lo agarrara por las solapas y lo enviara castigado a sudar sus delirios fatales en una mazmorra, entonces el piloto automático del bien común estaría siempre activado. No harían falta leyes, ni jueces, ni policías ni ejércitos, tribunales o gobiernos. El hombre viviría una utopía, el dinero no haría falta, los acuerdos se sellarían con un apretón de manos o un abrazo. Como Dios también intervendría en los fenómenos naturales, la lluvia bañaría los campos sin causar estragos, los vientos producirían energía que no envenena el medio ambiente, los incendios se apagarían solos y los mares se transformarían en su versión castrada de los lagos. Estaríamos en el paraíso, la creación sería perfecta. ¿Para qué querríamos a Dios? Alguien volvería a señalar el apetitoso fruto prohibido que no debemos probar apremiándonos a que lo hagamos.

            Como los mendigos de la obra de Becket, el ser humano siempre está sentado a la orilla de la carretera esperando a ese huésped que se hace esperar. Es la visita que ansiamos que venga con la maleta cargada de regalos a rescatarnos de nuestra existencia de pobreza de bienes material y de indigencia espiritual. Muchos sueñan con verle llegar como el libertador que se enfunda los múltiples disfraces del dinero, la sensualidad, el juego, el poder, la fama, y que nos dejan con cargamentos de gloria artificial y efímera que, una vez se apaga el resplandor de sus lentejuelas de bisutería, nos devuelven de nuevo a la orilla del camino a seguir esperando a ese Godot que nunca trae lo que nosotros esperamos.

La Cruz y el Microscopio (11)

viernes, 21 de septiembre de 2012

El Carpintero de Nevers

La Revolución francesa fue algo más que la igualdad, la liberad y la fraternidad, la guillotina, Robespièrre y la toma de la Bastilla. Para los católicos fue una época de purificación y de martirio. En la región de la Vandée se calcula que más de ciento veinte mil creyentes fueron asesinados por no dejarse someter a los dictados del terror revolucionario. Se nacionalizaron los bienes del clero, se desmanteló la red educativa católica, se abolieron los votos religiosos; los sacerdotes pasaron a ser funcionarios del Estado y los sacerdotes que se negaban a jurar como apóstoles de la nueva religión laica eran asesinados. Miles de religiosos y monjas fueron ejecutados; cuarenta mil fueron obligados a huir del país, las obras de arte fueron destruidas, se cambió la adoración a Cristo por el culto a la diosa Razón.

            Después de las matanzas de sacerdotes durante aquel período terrible, uno de los jefes de la República que había asistido al saqueo de las iglesias y al genocidio de los consagrados, se dijo así mismo:

            -Ha llegado el momento de reemplazar a Jesucristo; voy a fundar una religión enteramente nueva que esté de acuerdo con el progreso.

            Al cabo de unos años, el inventor Reveillère-Lapauz acude desconsolado a Bonaparte, que por entonces era primer cónsul.

            -¿Lo creerías, Señor? Mi religión, tan linda, no prende.

            -Ciudadano, colega –dijo Bonaparte-, ¿tenéis seriamente la intención de hacer la competencia a Jesucristo? No hay más que un medio; haced lo que Él. Haceos crucificar un viernes y tratad de resucitar el domingo.

            El siguiente relato, ambientado en la revolución francesa, son palabras que dirigió Monseñor Gaume a un ateo. Para fijar mejor la idea, podemos trasladar la acción desde el siglo XIX al XXI, la guillotina por la cámara de gas o la silla eléctrica, los pescadores del río Loira francés, por cualquier banco de pesca de los océanos y mares del mundo, y veremos lo actual del ejemplo y cómo, por muchos siglos que han pasado o que pasaran, el asombroso surgimiento del cristianismo sólo pudo haber ocurrido porque Dios está detrás moviendo los hilos de toda la trama:

            “-Puesto que pretendéis que la conversión del mundo por un judío crucificado es una cosa muy natural y muy lógica, ¿por qué, después de tantos siglos, nadie ha repetido jamás el experimento? Ensayadlo vos mismo, os lo ruego. Nunca empresa alguna fue más digna de un gran corazón: vuestra filantropía, vuestra compasión por el género humano, doblegado bajo el yugo de la superstición, os prohíben rehusar el experimento propuesto; conocéis los elementos del problema y los tenéis al alcance de la mano.

            Un día bajáis a las orillas del Loira, llamáis a doce marineros y les decís: “Amigos míos, dejad vuestras barcas y vuestras redes, seguidme”. Ellos os siguen; subís con ellos a la inmediata colina y, apartándoos un poco, los hacéis sentar sobre el césped y les habláis de la siguiente manera:

            “-Vosotros me conocéis, sabéis que soy carpintero e hijo de un carpintero. Hace treinta años que trabajo en el taller de mi padre. ¡Pues bien! Estáis en un error; no soy lo que vosotros pensáis. Aquí donde me veis, yo soy Dios; yo soy quien ha creado el cielo y la tierra. He resuelto hacerme conocer y adorar en todo el universo hasta el fin de los siglos. Quiero asociaros a mi gloria. Aquí tenéis mi proyecto: empezaré recorriendo, durante algún tiempo, las campiñas de Nevers, predicando y mendigando. Se me acusa de diferentes crímenes, y yo me ingenio de tal modo que me hago condenar a muerte y conducir al cadalso. Ése es mi triunfo”.

            “Algunos días después de mi muerte, vosotros recorreréis las calles de Nevers, detenéis a los que pasan y les decís: Oíd la gran novedad. Aquel carpintero que vosotros conocíais, que ha sido a condenado a muerte por el tribunal y guillotinado en estos últimos días, es Hijo de Dios. Él nos ha encargado de decíroslo, y de ordenaros que le adoréis con nosotros; de lo contrario iréis al infierno. Para tener la dicha y el placer de adorarle, todos vosotros, hombres y mujeres, pobres y ricos, debéis empezar reconociendo que vosotros y vuestros padres y todos los pueblos civilizados no habéis sido hasta aquí más que unos idiotas, y que os habéis engañado al adorar groseramente al Dios de los cristianos.

            “Después debéis arrodillaros a nuestros pies, decirnos vuestros pecados, aun los más secretos, y hacer todas las penitencias que nos parezcan bien imponeros. Luego os complaceréis en dejar que se burlen de vosotros y os insulten, sin decir una palabra; consentiréis que os encarcelen, sin oponer la menor resistencia, y finalmente, os entregaréis para ser decapitados en una plaza pública, creyendo allá en lo íntimo de vuestro corazón que nada más grato podía aconteceros.

            “No debo ocultároslo: todo el mundo se burlará de vosotros; no importa, vosotros hablaréis siempre. El comisario de policía os prohibirá que prediquéis mi divinidad: vosotros no le haréis caso, y seguiréis predicándola con doblado fervor. Os arrestarán nuevamente, os azotarán; dejaos azotar. Finalmente, para imponeros silencio, os cortarán la cabeza: dejaos cortar la cabeza; entonces todo marchará a las mil maravillas.

            “Cuando todo esto haya sucedido, habremos obtenido un triunfo completo; todo el mundo se querrá convertir, yo seré reconocido como el verdadero Dios, se me adorará en Nevers, en París, en Roma, en Londres, en San Petersburgo, en Constantinopla, en Pekín.

            “Bien pronto el taller de mi padre se convertirá en una hermosa capilla, a la que acudirán turbas de peregrinos de los cuatro puntos cardinales. En cuanto a vosotros, seréis mis doce apóstoles, doce santos, cuya protección se invocará en todo el universo. ¡Qué gloria para vosotros! Convertir el mundo no es más difícil de lo que acabo de deciros, y ése es mi proyecto. Como veis, es muy sencillo, muy frágil, muy conforme a las leyes de la naturaleza y de la lógica. Puedo contar con vosotros, ¿verdad?

            Es fácil adivinar cómo sería recibido semejante discurso. Me parece oír a los buenos marineros, furiosos por la burla de que son objeto, increpar entre amenazas a su autor; me parece verlos descender a la ciudad y anunciar por todas partes que el carpintero fulano ha perdido la cabeza… Y no me extrañaría oír que, ese mismo día de los homenajes divinos, gozaría del privilegio indiscutido de ocupar el primer puesto entre los locos.

            Sin embargo, notémoslo bien, el proyecto del carpintero de Nevers, que es, sin duda alguna, lo sublime de la locura, no es más insensato que el de Jesús de Nazaret, si Jesús no es más que un simple mortal. ¿Qué digo? Es mucho menos absurdo todavía. Un carpintero de Nevers no lleva desventaja a un carpintero de Nazaret; un francés guillotinado no es inferior a un judío crucificado; doce marineros del Loira valen tanto, si no más que doce pescadores de los pequeños lagos de Galilea.

            Hacer adorar a un ciudadano francés del siglo XIX es menos difícil que adorar a un judío en el siglo de Augusto. En el primer caso, sólo sería preciso apartar a los pueblos de una religión, contraria a todas las pasiones. En el segundo caso, era necesario arrancar a los pueblos de una religión que halagaba todos los malos instintos del hombre.

            Así, pues, cuando se quiere explicar el establecimiento del cristianismo por causas humanas, se llega con la mayor facilidad al último grado de lo ridículo. Y, sin embargo, no hay efecto sin causa: haga lo que quiera el incrédulo, el cristianismo es un hecho, y este hecho importuno se yergue ante él con toda su sublimidad. Si, pues, no hay causa humana que pueda explicar el establecimiento del cristianismo, hay que reconocer una causa divina.

La Cruz y el Microscopio (10)



miércoles, 19 de septiembre de 2012

Testigos (2)

Chesterton rogaba a los críticos que tratasen de hacer tanta justicia a los santos cristianos como a los sabios paganos.

            Uno de los pilares más sólidos sobre los que se asienta la verdad del cristianismo es palabra de los testigos. Testigo de la divinidad de Cristo fueron los profetas: David cantó en sus salmos al Mesías prometido, aventuró su muerte y su resurrección; Isaías predijo su nacimiento milagroso de una Virgen, su vida y sus milagros; Jeremías profetizó los sufrimientos del Salvador y la fundación de la Iglesia. Le anunciaron también Daniel, Ageo, Miqueas, Zacarías y Malaquías.

            Testigos fueron los apóstoles que caminaron junto a Jesús durante tres años: aspiraron el mismo polvo que levantaba con sus sandalias, bebieron del mismo vino, se sentaron a la misma mesa. Le vieron llorar sangre, limpiar las úlceras de los leprosos y restaurar la luz a los ojos muertos. Ellos dieron fe del alzamiento de Cristo en el madero, su bajada después al sepulcro; le vieron resplandecer en la transfiguración y elevarse a los cielos. Los apóstoles juraron que lo que vieron no era engaño ni mentira al acompañar a su testimonio la sangre que derramaron mientras fueron martirizados.

            Testigos son los santos que con el ejemplo de su vida intachable atestigua que es la gracia la que les sostiene y no las fuerzas del mundo. Testigos son los místicos: San Juan de la Cruz y Santa Teresa, el Padre Pío y Gema Galgiani, Teresa Neuman y Marta Robin, que se dejaron marcar en su cuerpo los estigmas de la pasión, que soportaron durante décadas el horror de sentir sus huesos quebrarse y su carne taladrada mientras sus cuerpos recreaban cada viernes los sufrimientos de la Pasión.

            Testigos son cuantos han dejado las seguridades del mundo, las comodidades del hogar y el calor de la familia, y echan mano al arado siguiendo a Cristo, abandonan sus casas y se van allá donde, en cualquier aldea muerta, les espera un niño con hambre, una familia sin techo o un corazón sediento de Cristo, y allá se quedan levando a Cristo, curando a Cristo, amando a Cristo en las manos heridas y la vida desesperanzada de los más débiles de entre débiles. Testigos son los mártires y de ellos quería escribir.

            Decimos mártires y no decimos nada si nada sabemos de su heroísmo extremo y de su generosidad de sangre y de sufrimiento. Desde la persecución de Nerón tras el incendio de Roma en el año 64 hasta la llegada de Constantino, el primer emperador cristiano en el 312, hubo diez persecuciones generales y numerosas locales. Se estima que en esos dos siglos y medio fueron asesinados unos doce millones de creyentes. La última gran salvajada fue la de Dioclesiano. Tan devastadora fue que este mismo gobernante mandó acuñar una medalla en la que se proclamaba que el nombre cristiano había sido borrado. “Nomine christianorum deleio”.

            Los mártires son los testigos más creíbles del valor de una religión. Hay algunos creyentes de otras doctrinas que se abrochan un cinturón cargado de explosivos y los hacen detonar en un autobús a hora punta o en medio de un centro comercial donde la onda expansiva provoca una lluvia de metralla y los cristales y cualquier objeto puntiagudo vuelan a una velocidad endiablada amputando miembros y destrozando cuerpos. Esas bombas humanas que mueren matando son consideradas mártires por los seguidores de esa religión.

            El mártir cristiano de los primeros siglos era alargado en el potro, azotado con flagelo de cueros provistos de puntas de plomo, desollado vivos, desgarrado con tenazas, crucificado, devorado por tigres y leones, sumergido en aceite hirviendo, asado a fuego lento. De ello fueron testigos no sólo autores cristianos, sino también fuentes paganas y anticristianas como Tácito, Libanio y Plinio el Joven. Lejos de morir matando lo hacían entonando cantos y perdonando a quienes les torturaban.

            Un testigo es fiable y, por tanto, dice la verdad, cuando su testimonio, lejos de procurarle algún beneficio, le ocasiona la pérdida del  bien más valioso. Pues ya desde los primeros siglos tenemos a millones de testigos de primera categoría que, pudiendo mentir para salvarse, prefirieron proclamar a Cristo y morir. Fue una multitud pacífica que se enfrentaba a tormentos espantosos y se acercaban al lugar del patíbulo con los ojos fijos en el cielo rogando por sus asesinos. Sólo estando convencidos de que era la mano de Dios la que les guiaba hasta la muerte podían soportar tanta crueldad. No sólo sus cuerpos eran entregados a la destrucción final, sino que, tras ser enterrados, la sociedad pagana cubría su nombre y su memoria con la losa de la infamia. Muchos creyentes sacrificados acabarían en tumba desconocidas e ignorados por los hombres. Si los mártires pertenecían a las clases dominantes, se decreta sobre ellos la “Damnatio memorae”. O lo que es lo mismo, la condena de la memoria. Reseteaban hasta suprimir el recuerdo de un enemigo del Estado tras su muerte. Se eliminaba cuanto evocase la vida del traidor:  imágenes, monumentos, inscripciones y, en muchos casos, se prohibía utilizar su nombre bajo pena de muerte. Eso es lo que esperaba al mártir cristiano: acabar siendo un santo sin nombre ni historia del que sólo Dios sabía, e incluso ser perseguido hasta la muerte de tal manera que su paso por la tierra fuese borrado como si nunca hubiera existido.

            ¿Podría existir alguien más loco que se dejase torturar espantosamente hasta morir, y después de muerto su vida quedase proscrita ente los vivos? Sí, existían, y esa es la prueba más concluyente de que Jesús anduvo, hace dos mil años, por los caminos de Judea haciendo milagros y obrando el bien. El que cree que número tan inmenso  de mártires se dejaron despedazar por seguir a un mito, ésa es la persona más equivocada del mundo.

            “Si Jesús –dice san Pablo- no ha resucitado, vana es nuestra fe, como vana es nuestra predicación. Si los muertos no resucitan, nosotros somos los más desgraciados de los hombres, y si es así, comamos y bebamos que mañana moriremos”.

La Cruz y el Microscopio (9)




Testigos

-¿Jura usted decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad con la ayuda de Dios?

            -Sí, lo juro.

            Este diálogo lo habremos escuchado decenas y hasta centenares de veces a través del cine y la televisión. Un testigo sube al estrado y pone a Dios por testigo de que cuanto va a decir es cierto.

            En ocasiones, cuando las pruebas forenses no sitúan al acusado con las manos en la masa, cuando no hay rastro de indicios documentales, cuando se carece de móvil, medios y oportunidad, la carga de la acusación recae sobre la veracidad de los testigos. Es entonces cuando el ojo de la desconfianza presta su atención y pone su vista sobre la persona que, sencillamente, pasaba por ahí en el momento en que ocurrieron los hechos. Se investiga su vida, se saca a la luz si debe multas de tráfico, paga los impuestos o si pega a su mujer; se escarba en su basura, se le enfrenta a amigos y vecinos buscando de qué pata cojea o si esconde algún cadáver en el armario. En muchos casos el testigo parece la persona encausada porque, al fin y al cabo, esa persona que da su palabra de que las cosas ocurrieron tal y como él las cuenta es el que debe responder con su testimonio de la libertad o la condena a presidio a aquel a quien acusa.

            El hombre de hoy hace muchas promesas y se le cree muy poco. Para legar su herencia necesita un notario, testigos en su boda o avalistas si precisa dinero. Damos nuestra palabra de honor, prometemos fidelidad eterna en el altar o juramos vivir en pobreza, castidad y obediencia si se es un religioso.

            Pero no somos de fiar. Se abandonan los hijos, olvidamos nuestros deberemos como padres en los años más difíciles de nuestros hijos, las parejas se rompen por la infidelidad –es decir, por no haber cumplido con nuestra palabra dada-; por todas partes nos llegan noticias de estafas y de fraudes, de políticos que se enriquecen con el dinero del pueblo o de listillos que nos vacían los bolsillos con falsos paraísos o negocios piramidales. Detrás de todo este caos, hay una persona o un grupo de ellas que ha faltado a su palabra dada. Y en sus fraudes y mentiras descubrimos que no son personas de honor. Durante esta última crisis financiera hemos sabido de bancos y de inversores que engañaron a sus clientes y siguieron viviendo tan ricamente como si el asunto no fuera con ellos.

            En otras épocas los tratos se convenían estrechando unas manos o empeñando nuestra palabra de honor. La reputación y el buen nombre eran más valiosos que la fortuna y casi tanto como la vida. Nuestra palabra dada era nuestro avalista, el prestatario final que respondía en último lugar con todas sus consecuencias. En la antigua Roma la diosa Fides ensalzaba la fe, o mejor dicho, la fidelidad a la palabra empeñada. Su templo en la Colina Capitolina estaba ubicado en el lugar en que el Senado romano conservaba los tratados estatales con países extranjeros, donde Fides los protegía.. La obligaba a la realización total de la palabra y el compromiso adquirido por sus ciudadanos. De lo contrario, caería sobre ellos la vergüenza y el deshonor. Entre la guardia pretoriana, si moría el general, sus soldados se suicidaban como acto de lealtad a aquel quien les había mandado.

            Para el caballero cristiano de la edad media, la palabra dada era casi un sacramento. Un creyente sabía que debía responden ante Dios de sus promesas. En el verano de 1522, los habitantes de la isla de Rodas vieron aparecer la impresionante flota otomana. Temblando los contaron: trescientos navíos. Y por si fuera poco el propio Sultán Soliman en persona los dirigía. El Gran Maestre de la Orden de San Juan, que gobernaba la isla, Felipe de Villiers, después de contemplar a su enemigo, recontó sus fuerzas: seiscientos caballeros y seis mil soldados. Pocas fuerzas para enfrentarse a los 100.000 hombres de solimán. Resistir se antojaba imposible. Pero desde el 29 de agosto en que empezó el asedio hasta el 21 de diciembre en que Rodas se rindió, los asaltantes perdieron ¡80.000 soldados! Y si el Gran Maestre enarboló la bandera blanca no fue por su voluntad sino por salvar a las mujeres, ancianos y niños, “cuya sangre hubiera caído sobre mi cabeza”. El Sultán dijo de él que “Por tener un servidor como tú, yo daría uno de mis reinos”. Al día siguiente de la rendición, el Sultán, confiado en la palabra del Gran Maestre, visitó la ciudad con un pequeño séquito, tan pequeño que sus visires le advirtieron del peligro que corría al exponerse de aquella manera. Pero el Sultán, conocedor de la valía del Maestre, respondió: “Su palabra me basta”. Y así fue.

            “Si así lo hiciereis que Dios os lo premie, y si no que os lo demande”, era un fórmula que en otro tiempo se usaba en las tomas de posesión de los gobernantes. “Cielo y tierra pasarán, mas mis palabras no pasarán. Cristo, aquel por quien andamos en el camino de la fe, nos señaló con esta declaración el valor que debemos darle a nuestras promesas. “Mantengamos firme la esperanza que profesamos, porque fiel es  el que hizo las promesas”, se lee en Hebreos 10:23. Como nos dice el apóstol Santiago, Dios no cambia. Y eso es lo que espera también Él de nosotros.


 La Cruz y el Microscopio (8)

martes, 18 de septiembre de 2012

Moral a la Carta




Los cristianos tenemos nuestros referentes morales en los diez mandamientos, eso de no robar ni matar, respetar a nuestros padres y serles fieles a nuestros cónyuges. Las leyes humanas han ido enjuagando tanto las tablas dadas a Moisés, que los mandamientos inscritos en ellas aparecen difuminados por el mal de la piedra que, a medida que el ser humano se cree sabio y autosuficiente, se acerca más a sí mismo y se aleja más de Dios. Por eso el hombre de este siglo no debe afrontar graves crisis de conciencia si quiere ser infiel o si decide acabar con la vida del hijo que está en camino.

            Hasta mitad del siglo XX, el aborto estaba penado en la mayoría de las sociedades. Desde la llegada del cristianismo, la destrucción voluntaria de un ser vivo en el vientre materno al hombre de cualquier época le pareció un acto repugnante. Las convenciones modernas establecen ahora que lo monstruoso es que una madre no pueda decidir acabar o no con la vida del ser que está por nacer. Los principios morales dicen que los hijos no pueden pegar a sus padres, o que no debemos apropiarnos  de lo que no es nuestro. En estos días hay un puñado de revolucionarios de medio pelo que han decidido, en el nombre del pueblo, se puede robar en supermercados, ocupar fincas o asaltar bancos.

            Antes, a nuestros abuelos y nuestros padres les cuidábamos en casa hasta el fin de sus días: ahora las nuevas convenciones sociales nos autorizan a que, al primer síntoma de achaque agudo, le administremos una muerte rápida e indolora con un chute generoso de morfina.

            Si el relativismo logra que deje de tener vigencia hasta el último de los mandamientos, si consigue domesticar la conciencia y amaestrar los remordimientos con trucos de compasión engañosa y dosis de misericordia de lo que es políticamente correcto, el hombre incrédulo podría proponer cualquier sistema de valores basado más en el estómago, el bolsillo y la bragueta que en el espíritu y la conciencia. Podría establecer por decreto que las parejas no puedan tener más de un hijo o que el matrimonio sea cosa de tres. El primer caso ya ha sido establecido por ley en China desde hace décadas; del segundo acabamos de tener noticias desde Brasil cuando un juez ha dictado acto de patrimonio para un hombre y sus dos mujeres.

            Todo se tambalea donde falta la fe, diría Schiller. Porque el existencialista es un ser angustiado, para Dostoievski el secreto de la existencia humana no está en vivir sino en saber para qué se vive. Quizás por eso, este escritor ruso afirmó que a un ateo aún no lo había visto, sino que sólo se había tropezado con personas con desasosiego y que el que no cree está en el penúltimo escalón para ser un completo creyente. Su compatriota Tolstoi pensaba que Dios no tiene ninguna prisa por hacer conocer que existe, y Julian Green que el Creador no habla, pero que todo habla de Él. Newton dijo haber visto pasar a Dios por delante de su telescopio, y Einstein que el hombre se encuentra con Él detrás de cada puerta que la ciencia logra abrir. Francis Bacon apuntó que un poco de filosofía conduce al ateísmo, pero que la filosofía fecunda lleva al hombre a la religión.

¿Ha triunfado el ateísmo?
            El británico Dawkins, del que ya hemos hablado, es un ateo furibundo que va soltando estacazos a todo aquel que se atreva a confesar su fe. Lo mismo fleta autobuses donde cuelgan mensajes en los que se afirma que, probablemente, Dios no existe, organiza campañas anticatólicas o urde planes para encarcelar al Papa. Este sujeto es el que postula que debe prohibirse a los padres que obliguen a sus hijos a recibir formación religiosa, porque, según él, la fe infecta e incapacita a los niños. Lo gracioso del caso es que este mismo personaje que lucha por prohibir la enseñanza de la fe, organiza campamentos para niños ateos. Enseñar a creer en Dios es algo corruptor; enseñar a no creer es, según él, saludable. Es la lógica diabólica de los hijos de las tinieblas.

            La mayoría de los que hoy se declaran ateos, recibieron de pequeños instrucción religiosa, y nada en el virus incapacitante de la fe que, según ellos, contamina a los más pequeños, les impidió de adultos dejar de creer en Dios e incluso declararse sus enemigos más fervientes.

            “Probablemente, Dios no existe”, el lema que lucieron unos autobuses hace años como propaganda atea, es una premisa falsa. Una cosa o un ser existe o no existe, pero no es probable que exista o  que no. Pablo y Andrés existen; el Hombre del Saco no. La existencia de una cosa ocurre o no, pero nunca es más o menos probable. La fe del ateo se basa en que lo existe se explica por sí mismo, pero eso jamás la ciencia –esa señora que a veces adopta el papel de profesora competente y otras se comporta como una echadora de cartas o lectora de las rayas de la mano- no lo ha dicho. El ateísmo como el del biólogo inglés invoca una autoridad que jamás la ciencia le ha otorgado, pero pasan por alto el carácter fragmentario del conocimiento científico. La hipótesis que hoy es válida, mañana vendrá otro más listo que la impugnará. Esa ciencia que tanto idolatra el ateísmo, manipulada por manos perversas, ha sido y me temo que será causa de muchos males. Cientos de miles de personas asesinadas por las bombas de Hiroshima y Nagasaki, las drogas que logran sintetizarse en laboratorios a base de procedimientos químicos, la radiación nuclear que destruyó tanta vida en Chernovil, artefactos bélicos que arrasan ciudades, son unos pocos ejemplos de cómo esa ciencia a la que quieren subir al pedestal donde se adora a Dios, tiene antes muchas cosas que explicar antes de confiarle las claves de la felicidad humana.

            Oyendo a Dawkins no dejo de acordarme de Henrich Böll que dijo que le aburrían los ateos porque se pasaban todo el día hablando de Dios. Y Dawkins no sólo habla todo el rato de Él, sino que ha ganado una pasta gansa a su costa. Cada palabra de altisonante ateísmo que pronuncia hace sonar para su bolsillo la campana de la caja registradora. Para afirmar esa majadería filosófica de que Dios es un espejismo, le habrían bastado cuatro palabras grabadas en una pegatina de treinta céntimos. Él necesitó de un libro de cuatrocientas cincuenta páginas y veinte euros el ejemplar para decir lo mismo. Claro que las pegatinas habrían dejado poco negocio.

            La Cruz y el Microscopio (7)