En la historia de la literatura siempre ha
habido grandes, buenos y malos escritores. Muchos de ellos han logrado éxito y
fortuna a pesar de que, mientras escribieron, adolecieron de mala técnica y
peor oficio.
Uno
de estos casos de literatos infumables es el de Rosa Regàs. La autora llegó a
dirigir la Biblioteca Nacional de España, porque –como se sabe- cuando no llega
el talento sobran los padrinos. Y una cosa que tiene la progresía es que en
ella abundan los compadres. Una vez acreditado en el currículum el
salvoconducto que el extiende el rojerío a todo progre de alta cuna, hacerse un
nombre en el mundo de las letras es tarea fácil. De lo contrario la Regàs no
habría pasado de ser becaria en un panfleto estalinista. Desde un punto de
vista literario, las soflamas de esta autora es una antología de cómo no debe
escribirse: frases mal construidas, puntuación caótica, errores de concordancia
en género o número, interrogantes que se cierran sin haberse abierto previamente.
Siendo ya una bisuabuela literaria, doña Rosa ha escrito mucho pero ha
aprendido muy poco.
Hace
unos días, esta escribidora de bajos vuelos perpetró en su blog del diario El
Mundo un atentado contra el buen gusto literario, y, de paso, soltó una deposición
ideológica tan nauseabunda que habrá provocado el vómito a algún forense de estómago
profundo.
Su
artículo venía a cuento de la propuesta del gobierno para suprimir, como causa
legal para la interrupción del embarazo, que el feto presente malformaciones.
Según esta señora, la inmensa mayoría
de los españoles se ha opuesto a ello, y que son opiniones multitudinarias la de los que creen que hay que impedir
“dar vida a los monstruos”. Éste es uno de esos casos en el que el retrato
fotografía mejor al artista que al personaje captado. Vamos por partes.
No sé a cuántos españoles habrá
entrevistado la Regàs desde que saltó la noticia ni de qué opiniones
multitudinarias habla para acreditarse la representación del país entero. Claro
que, como buena socialista, las encuestas, cuando no son favorables, se toma la
parte por el todo y se convierte las opiniones propicias en universo
estadístico donde siempre ganan los suyos. La única manifestación proabortista
celebrada en los últimos tiempos logró reunir a la astronómica cifra de un centenar de personas, periodistas
incluidos. Quizá ésa sea toda la inmensa multitud de la que habla doña Rosa.
Pero, aunque fuese verdad que la
opinión pública estuviese del lado de las posturas antivida, ¿y a nosotros qué
nos cuentan? Si la aplastante mayoría de la sociedad concluyera ahora que es
buena para la salud tomarse una dosis de cianuro en cada comida, y además la
ley estableciera la obligación de hacerlo, ¿pasaría eso a ser bueno para la salud? Por mayoría
alcanzó Hitler el poder, por mayoría aplastante ganan los Castros cuantos
procesos electores convocan para mayor gloria del régimen. Que emitan las
televisiones y publiquen los periódicos durante quince días imágenes de bebés
abortados, y esa aplastante mayoría saltará aterrada hacia el otro lado de la
balanza.
La Regàs llama monstruos a los
que sufren síndrome de Down o espina bífida, entre otras muchas enfermedades.
Resulta que, según esta intelectual tan lúcida, ahora sólo las mujeres de los
ministros y las damas de la alta sociedad,
que además son evasoras fiscales y defraudadoras a la Seguridad Social, ya han fletado vuelos chárteres para acudir a abortar en masa a Londres y
deshacerse de tanto embrión monstruoso. Incluso para una dogmática tan rupestre
como esta individua, los mantras proabortistas que repite como una cacatúa son
de una inconsistencia de adolescente con acné.
Como cuando culpa del problema
del aborto a los católicos retrógrados, los obispos, la Inquisición, la Guerra
Civil y el Sursum Corda. La pobra mujer, en su paranoia anticristiana se atreve
hasta de expedir credenciales de buenos y malos católicos.
Para Regàs, los buenos católicos
son los que acuden a zafarrancho de combate cuando la trompetilla de la
progresía entona la habanera del matacuras.
Es decir, la que llaman iglesia de base donde están los teólogos que no pisan la
iglesia ni para un funeral, y un puñado de revoltosos asamblearios que están
más cerca de Marx y de Mao que de Jesucristo.
No cita nombres, para ya sabemos todos quiénes son, los que están lo
mismo para un roto que para un descosido, lo mismo para encadenarse contra el
Papa como para pedir el sacerdocio femenino, los anticonceptivos o la
eutanasia. Los mismos que se pasan la vida entrando y saliendo de la Iglesia
sin hacer ningún bien y con el único propósito de ser la mosca cojonera de la
discordia que merodea por el pastel cuando la Iglesia celebra un banquete,
cualquier banquete. No creo que la Regàs se haya reunido con ellos en un
monasterio durante unos ejercicios espirituales.
Pero para doña Rosa le viene
como anillo al dedo en su alegato a favor del aborto. Porque los que ella católicos honestos son esos testigos perjuros que se prestan a
dar cobertura moral a esa coartada tramposa que se llama a sí misma iglesia de
base.
Para todos ellos, los católicos
honestos son los que aplauden el genocidio abortista. Pero la única forma de
ser buenos católicos es estar con la Iglesia y seguir sus doctrinas. Somos
recibidos en ella a través del bautismo, y, por el uso o el abuso de nuestra
libertad, podemos continuar en ella o arramblar con la puerta y unirnos al
piquete de los que la persiguen. Pero que no se llame buenos católicos a los
que buscan su destrucción, como no podemos llamar buen policía al que acepta
sobornos, trapichea con camellos o decomisa alijos de joyas o de billetes. Un
buen católico no daría su bendición a una práctica que inyecta una solución
química en el corazón del feto, o lo extrae con vida provocándole mutilaciones
espeluznantes. Un buen católico no se atrevería a figurar en la lista de los abajofirmantes habituales que proclaman
que unas vidas valen más que otras. Un
buen católico se retorcería de rabia cuando alguien como la Regàs invoca su
nombre para que respalde las atrocidades que se cometen en el nombre de la
libertad sexual. Un buen católico le grita a cara a gente como ella que deje de
ensuciar el nombre de los buenos católicos con la baba asquerosa de lo
políticamente correcto.
Los mismos progres que se
declaran campeones de la igualdad y hacen distinción entre vidas que son
aceptables y existencias monstruosas, quieren imponer quién debe vivir y
quiénes deben ser filtrados por el pasapuré de los abortorios. Los monstruos
que Rosa Regàs quiere impedir que vivan
son gente como Tony Meléndez, que nació sin brazos y aprendió a tocar la
guitarra con los dedos de sus pies, y ahora da conciertos por todos los Estados
Unidos. Monstruo es el australiano Nick Vujicik que nació sin pies ni brazos
pero se vale por sí mismo, cocina, se baña en la piscina, y da conferencias por
decenas de países sobre el valor de la autoestima. Monstruos serían la mayoría
de los miembros de los equipos paralímpicos del mundo. Monstruos podrían ser
los que nacen con una mancha en la piel o un ojo estrábico. Monstruos serían
muchos de los que nos venden el cupón de la Once o que se sientan a pedir en la
escalera del metro. Monstruo sería para ella ese tío bonachón con síndrome de
Down que hay en tantas familias y que, en cuanto nos ve, se nos echa encima
para comernos a besos. Mucho de ellos llegan a cursar carreras universitarias,
son boys scouts, ejercen oficios nobles y hasta se presentan a las elecciones.
Otros no tienen tanta suerte y van en silla de ruedas o postrados en una cama,
pero son la alegría de la casa y el elemento aglutinador de la familia. Por extensión, monstruos
podría ser esos padres heroicos que no se dejaron convencer por tanto consejo
siniestro y, aunque en el dolor, viven con entereza el drama personal del hijo
con problemas, pero al que aman profundamente.
Para doña Rosa y para tantos que
viven sin Dios, la existencia es el
cuarto de un soltero vivalavida que
carece de responsabilidades ni del sentido del sacrificio. Que la alegría se
reduce a un estado de euforia permanente y las únicas ataduras son las
servidumbres del sexo, la vida
despreocupada y el placer a cualquier precio.
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