jueves, 16 de agosto de 2012

Gracias, Maestro


La primera vez que oí aquella música fue en 1982. Entonces yo era un joven insatisfecho y rebelde que estaba cansado de vagabundear sin rumbo buscando un paraíso humano que no existía. Arrastraba mucho barro en las sandalias y un montón de piedras en la mochila.

                Con todo ese lastre que me aplastaba, lo que yo no podía sospechar  es que había emprendido un camino muy largo y había andando en círculos para encontrarme al final en el mismo punto de partida: yo sólo buscaba a Dios.

                A rastras, alguien logró llevarme a la iglesia y que asistiera a una misa diez años después de la última que oí. Si cierro los ojos y trato de verme a mí mismo cómo yo me sentía esa mañana de domingo, me contemplo sentado en el banco, con la cabeza hundida por el peso de una montaña colosal y derramando un montón de lágrimas que caían copiosamente como si dentro de mí brotase un manantial oculto e imparable cuyo cauce arrastraba muchas penas y muchas luchas.

                Fue entonces cuando escuché por primera vez El Pescador de Hombres:

Tú has venido a la orilla,
No has buscado ni a sabios y a ricos,
Tan sólo quieres que yo te siga.


                Ese ritmo cadencioso de vals –un, dos, tres; un, dos, tres- iba meciendo mi espíritu herido desde la base a la cresta de la ola en un vaivén purificante y adormecedor que traía consuelo y esperanza para un guerrero cansado como yo me sentía. Me vi de pronto surcando el mar de Galilea, subido y bajado suavemente por una marea de esperanza nueva y renacida.




Señor, me has mirado a los ojos,
sonriendo has dicho mi nombre,
en la arena he dejado mi barca,

junto a Ti buscaré otro mar.

            Esa mañana de domingo se cayeron las costras que me convertían en un ciego funcional, y pude contemplar que allí estaba Jesús mirándome a los ojos y pronunciando mi nombre. Durante años yo había recalado en mares tormentosos, en peceras de tiburones, había naufragado una y mil veces hasta que, aquel día, Cristo me tendía su mano y me invitaba a faenar en otros mares.

            Desde entonces las canciones de Cesáreo Garabain me han acompañado siempre en el camino de la fe. El maestro vasco compuso casi quinientos temas religiosos que todos hemos cantando. Su música ha conquistado a millones de creyentes, católicos y protestantes; se han editado versiones en numerosos idiomas, logró un Disco de Oro y fue nombrado por Juan Pablo II capellán de su Santidad. Hasta que un cáncer acabó con él a los cincuenta y cinco años.

            A través de sus letras, el maestro y el sacerdote nos hizo abrir los ojos para que viésemos la sonrisa de Jesús mientras pronunciaba nuestro nombre. Nos hizo ver que Cristo nos necesita para amar porque la vida es un largo caminar por el desierto bajo el sol, que somos trigo del mismo sembrador, triturados bajo la piedra del dolor, que somos en la tierra la Iglesia peregrina que es semilla de otro reino. Nos hizo fijarnos en María como ejemplo de todas las madres que no se cansan nunca de esperar el regreso de los hijos ausentes, y que nos veríamos juntos en la misa porque es una fiesta muy alegre. Y que al final, cuando la pena nos alcance por el hermano perdido, hallemos en la fe la esperanza. Y todos, como Cesáreo, un día seamos llevados a la luz, seamos devueltos a la vida.

            Gracias, Maestro



1 comentario:

  1. No sabía nada del autor de la canción, creo que se le conoce muy poco y me alegro de haberte leído. Yo no puedo escucharla sin llorar.
    Saludos

    ResponderEliminar