Sobre la lápida medieval de una
abadía inglesa se pudo leer la siguiente inscripción:
“Cuando yo era joven y libre, y mi imaginación no conocía límites,
soñaba con cambiar el mundo. A medida que me fui haciendo mayor y más prudente,
descubrí que el mundo no cambiaría, de modo que acorté un poco la visión y
decidí solamente cambiar mi país.
“Al llegar a mi madurez, en mi último y desesperado intento, decidí
convencerme en que debía cambiar sólo a mi familia, a los seres que tenía más
próximos, pero, ¡ay!, tampoco ellos quisieron saber nada del asunto.
“Y ahora que me encuentro en mi lecho de muerte, de pronto me doy
cuenta: Sólo con que hubiese empezado por cambiar yo mismo, con un solo ejemplo
habría cambiado a mi familia.
“Y entonces, movido por la inspiración y el estímulo que ellos me
ofrecían, habría sido capaz de mejorar mi país y quién sabe si incluso hubiera
podido cambiar el mundo”.
En algún momento de nuestra vida,
cada uno de nosotros nos vimos capaces de cambiar el mundo. Éramos los que
creían poder erradicar el hambre, parar la guerra, cobijar a los sin techo, dar
de comer al hambriento y vestir al desnudo. Los que castigaríamos a criminales
sin condena y devolveríamos la dignidad a los oprimidos y la libertad a los
cautivos.
Pero, quizás veinte, treinta y
hasta cincuenta años después, el mundo sigue girando sobre el mismo eje
torcido; el dinero y el sexo continúan sujetando los hilos que mueven los
sueños de los humanos, y el hambre y la injusticia, la sangre y las lágrimas
nos recuerdan que el hombre sigue siendo un lobo para el hombre.
Una sola persona no podría
acarrear toda el agua de un océano, derruir una montaña o leer todas las
palabras que hayan sido escritas jamás. Pero esa misma individuo podría ser el
que coloque o culmine la primera o la última piedra de cualquier edificio
colosal, el que corone una cima que otros antes no pudieron abordar o el atleta
que sea el que porte el testigo y cruce la meta en una carrera de relevos.
A cada uno de nosotros a veces la
vida nos desarma. Nos desnuda frente a la inmensidad del caos y nos empuja a
llorar en el rincón en donde se desconsuela los ángeles que llevan heridas de
plomo en sus alas. Perdemos la esperanza, nos maniata el pesimismo, parece que
nada de lo que hacemos vale la pena, que nada tiene sentido y nada alcanza su
fin. Dar unas monedas a un hambriento, prodigar una sonrisa, reprimir una
palabra de ira o sarcasmo, dar los buenos días a quien nos vuelve la cabeza,
tal vez no cambien el mundo, pero ayudan a transformarlo.
Es inútil pretender fletar un
buque gigantesco con las bodegas cargadas de alimentos con los que cubrir las
necesidades de pueblos enteros del tercer mundo; pero quizá con una humilde
limosna logremos saciar el hambre del pobre de la esquina más próxima. El
hombre bueno se engrandece cada día con pequeños gestos, el mundo es un poco
menos caótico cuando en medio de la batalla resplandece una sonrisa. Las
carreras de un crío, la madre que se afana en el hogar, el conductor que nos da
paso, la persona que se agacha a recogernos las cosas que se nos han caído, todos
ellos nos recuerdan que Dios sigue llamando a los bienaventurados que llenarán
la tierra.
Gracias.
ResponderEliminarGran Verdad el escrito de la lapida. Demasiada ambición con la juventud y sin darnos cuenta y hacer caso a los experimentados que solo quieren que cambiemos nosotros y así lograr cambiar el mundo.Pensar en nuestro ego un rato al dia y ponerlo en orden quizás sea suficiente para empezar a cambiar al resto del mundo, el vuelo de las mariposas somos nosotros también
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