miércoles, 18 de julio de 2012

Un Tsunami se nos viene encima

Carnivale es una serie –emitida hace algunos años- ambientada durante la Gran Depresión norteamericana. Una caravana de camiones destartalados viaja por todos los Estados Unidos trasladando en sus lomos de acero a un pueblo sin patria de borrachos, tarados físicos, fugitivos de la justicia y criminales en busca de redención. En los vehículos viajan enanos fornicadores, cojos, mujeres barbudas, hombres con piel de lagarto y un falso milagrero que logra arramblarles los cuartos a cuantas personas limpias de corazón les salen por los caminos. Los feriantes de Carnival viajan sin rumbo en medio de tormentas, emplazando sus carpas raídas en pueblos y aldeas espectrales, guiados por un profeta invisible que vive recluido en uno de los camarotes, y al que nunca nadie ha visto pero al que todos siguen con la fe que se tiene en un mesías.
                
Este período de la historia ha sido el manantial del que se han bebido excelentes relatos cinematográficos. Como Las Uvas de la Ira, que nos narra la historia de una familia sin tierra y sin alimento que emprende la marcha a través de un país hambriento que se dirige al paraíso prometido al otro extremo del país. En Danzad, danzad, malditos una multitud de desesperados se inscribe a un maratón de baile para obtener un premio de 1500 dólares de la plata o, mientras dura el concurso, por hallar techo, una sopa caliente y por permanecer a salvo de la desgracia que devastada la vida fuera de la pista de baile. Historias de desarraigo y de perdedores las hallamos también en Tallo de Hierro y en la comedia La Rosa Púrpura del Cairo. Son historias fotografiadas en tonos ocres y ambiente plomizo, la vida cegada por un polvo de tiza, olor a tierra quemada y sabor a ceniza.

                Ochenta años después parece como si la historia hubiese dado una pirueta de saltimbanqui y nos hubiese sorprendido plantándose delante de nuestras narices. Quiebra bursátil, descenso de la natalidad, bancarrota de cientos de bancos, millones de trabajadores que han perdido el empleo, un ejército de hambrientos que recorren los comedores sociales, decenas de miles de empresas cerradas, polígonos industriales que parecen pueblos abandonados del Far West: es el presente caótico mirándose en el espejo de la gran crisis de 1929.
               
  En España era el año 2008 y corría el champán y la alegría. Una orquesta trompetera entonaba el We are the champions. A mitad de la juerga, al anfitrión de la gala se acerca un invitado aguafiestas que le susurra que le llegan rumores de que se ha desencadenado un tsunami a unos cientos de kilómetros. Pero el dueño manda que la música suene más alta y ordena que saquen los mejores aguardientes, otra ronda de caviar que paga la casa, que salgan los comediantes que nos vamos a partir de risa y esto no acaba más que comenzar.
                
Cuatro años después, esa ola gigantesca que se liberó mar adentro tiene la estatura de un pico colosal y viene lanzada hacia nosotros con la velocidad de un avión supersónico y la fuerza de un millón de Goliats golpeando al mismo tiempo.
               
  Los ahorros gastados en sobrevivir, cientos de miles de familias sin tener que llevarse nada a la boca, hogares desahuciados y recuerdos metidos a toda prisa en una maleta porque hay que marcharse antes de que llegue la comitiva judicial; desempleados sin esperanza ni futuro, familias enteras durmiendo al raso o bajo las extrañas oxidadas de auto caravanas o coches abandonados;  poblados improvisados que surgen bajo las ruinas de hormigoneras, fábricas abandonas o colegios cerrados y que vienen a ser la réplica actual a las ciudades de lata o Hoovervilles de la depresión estadunidense; hay quienes sobreviven robando cobre, asaltando comercios o llevándose las tapas de las alcantarillas. Es el presente de esta crisis mirándose en el espejo de los tiempos de Carnivale.
                
Sólo cuando hemos oído el rugido del tsunami a punto de estallarnos los tímpanos, hemos ordenado parar a los músicos y mandado a los invitados ponerse a salvo. Pero quién sabe si no es demasiado tarde. Se han congelado pensiones, reducido sueldos, rescatado bancos y  recortado tanto el paño del estado de bienestar, que el traje de fiesta se ha quedado con la misma tela que un bikini. Pero nada de eso parece suficiente. Una catástrofe se nos viene encima y ya no lo puede parar ni con la cartera de mil millones de Amancios Ortegas soltando una pasta gansa. Ni la Merkel, el FMI o el Banco Central Europeo. Cabalgamos montados sobre una piragua encabritada que se precipita río abajo empujado por corrientes  feroces que harán que acabemos estampados con las orillas de roca o nos precipitaremos por el vacío de un acantilado.
               
  Yo no sé ustedes, pero me aterra el síndrome del efecto dominó. Tengo en menta esas maquetas formidables construidas con las fichas de ese juego. Durante meses, algunos artistas de lo minúsculo logran alzar grandes proyectos a escalas: ciudadelas, torreones, pórticos, basílicas, estadios, acueductos. Esas formidables construcciones son dispuestas en un ensamblaje de relojería perfecta conectado por invisibles vasos comunicantes con la pericia de un cirujano. Con la pieza que remata la obra, un pequeño impulso, no más sutil que una caricia, desata una fuerza de cataclismo que avanza como un torrente asesino y enloquecido que escala alturas, desciende rampas, describe círculos y traza volteretas, atraviesa vías de tren y penetra por bocas de túneles y ríos de juguete demoliendo torres y catedrales, desbordando lagunas y liberando un cólera infernal que, en pocos segundos, transforma en un montón de chatarra sin vida lo que instantes antes era una grandiosa obra de ingeniería. Nosotros somos esa última ficha que debe soportar el golpe de gracia.

Parece demasiado tarde querer protegernos del gran Tsunami pertrechados detrás de un salvavidas comprado en una tienda de chinos. Ni Merkel, ni el FMI ni mil Amancios levantando una barricada de dólares tan alto y tan ancho como la muralla asiática nos salvarán de su impacto. Lo único que nos queda es rezar.




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