jueves, 19 de julio de 2012

Esclavos Tecnológicos

Las seis de la mañana. Mientras paseo al perro, cada pocos cientos de metros me cruzo con deportistas madrugadores corriendo alrededor del parque. Pasan sudando la gota gorda y las orejas tapadas con artilugios musicales. Otros los oigo hablar solos a través de teléfonos manos libres o destrozar a voz en grito hermosas baladas mientras tratan de seguir el compás de la música que les llega a través de un Mp3.
               
                Una hora más tarde, en el autobús, dos adolescentes van sentadas tecleando sus teléfonos a velocidad frenética. En medio de ellas está una señora de mediana edad.
                -¿Con quién hablas, hija?
                -Con mi amiga Amanda.
                -¡Jesús, qué madrugadora! ¿Y dónde está ella ahora?
                -Ahí, al lado tuyo.
                
Facebook, Tuenti, Whatsapp, Bluethooh, son términos que parecen extraídos de la jerga de robots que habitan planetas gobernados por máquinas y artificios de acero. Pero no, están aquí y dirigen nuestras vidas.

                Vemos a nuestros hijos entretenidos compulsivamente hablando por el móvil, navegando en la red de estos terminales, descargando audios o intercambiando fotos. Llegan a casa y acampan a vivir frente a la pantalla del portátil tratando de llenar una nueva hoja del álbum infinito de las instantáneas  expuestas en la plaza pública de Twitter. Nadie tiene un segundo de silencio sin que perciba el murmullo de una máquina taladrando los sesos con ritmos raperos o manteniendo una conversación insulsa con el compañero de clase o con la misma novia con la que acaba de pasar las últimas ocho horas. En esta sociedad tecnológica, es un don nadie el que no tiene  abierta una cuenta en la red social o ha logrado agregar al menos a cien amigos.

                Machado escribió una vez que quien habla solo espera hablarle a Dios un día. Ahora preferimos charlar hasta aburrirnos con cachivaches de todo tipo antes de ponernos delante de la voz interior que nos marca el rumbo o corrige el camino equivocado.

                Aún recuerdo los días en que los enamorados escribían poemas de amor grabados en la corteza de los árboles. Los niños recogían gusanos, coleccionaban mariposas y echaban a volar las cometas. ¿Cuánto hace que no vemos una cometa lanzada por un niño? Antes los chiquillos se hacían futbolistas pateando balones en los patios de los colegios o en los solares llenos de escombros. Ahora lo hacen dándole a la Play Station. Antes las mujeres se reunían por la tarde a tomar café y hacer ganchillo mientras despellejaban al resto de la parroquia; los hombres se iban al bar a jugar a las cartas y discutir de fútbol, los jóvenes hacían el gamberro tocando a las puertas o robando las manzanas de las fincas.

                Ahora todas las niñas quieren ser princesas, la primera actriz, la solista del grupo de éxito, la que mejor baila, la reina de la fiesta o la más guapa del universo.

                Nadie parece advertir que estamos siendo pastoreados por un gran hermano invisible que dicta modas, que conoce nuestros gustos, que lee nuestras debilidades, que sabe de nuestros más ocultos secretos, que ha confeccionado una lista con las películas que vemos y los artículos que consultamos, que nos convierte en peleles sin voluntad que respondemos a quemarropa en cuanto suena un politono, vibra un terminal telefónico o nos sugiere un treding topic.

                Hemos consentido que las nuevas tecnologías sean la maestra de nuestros hijos, su guía moral; le hemos entregado la custodia a esa bestia de ojo cuadrado y rabo de cobre que nos entretiene con caramelos envenenados. Los padres hemos dejado que nuestros pequeños sean rehenes inconscientes y felices de una tecnología que nos maneja a su antojo.





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