El ascensor
panorámico se detuvo en la sexta planta. Me bajé allí y caminé por un pasillo
en forma de L hasta que encontré la habitación que buscaba: la 617. Al pariente
que fui a visitar se lo habían llevado a lavar a un aseo comunitario habilitado
para enfermos terminales. Separada por una cortinilla, junto a la cama de mi
enfermo, había otro. Se había tapado la cara con una manta y se movía de un
lado a otro del lecho retorciéndose de dolor. Cuando pasé junto a él, descubrió
su rostro y me miró. Yo le sonreí y con
la mano le hice un gesto de saludo. Era un hombre delgadísimo, el cáncer se
había ensañado violentamente en su cuerpo. Apenas tenía dentadura, el rostro
amarillento y en su boca apenas una
pieza dental había sobrevivido a la devastación de la caries. Un nuevo Cristo,
esta vez clavado a los cuatro extremos una cama, pero retorciéndose de la misma
manera ante cada embestida del dolor. Debía de ser un hombre muy viejo y estaba
solo. Nadie parecía acompañarle en lo que yo creí que eran sus últimas horas de
vida. En sus ojos, casi muertos, advertí la mirada del animalillo que se siente
atrapado en una trampa, que sabe que no puede huir y al que sólo le queda
esperar el momento de la rendición definitiva.
Al
rato llegó una visita. Yo le conocía pero no recordaba su nombre ni la historia
que en el pasado mi había unido a él. Era una de esas caras y de esas
identidades que resisten al abrazo de la memoria, y durante unos minutos
estuvimos intercambiando frases sueltas tratando de refrescar el pasado.
-¿Quién
es el enfermo?
-Mi
hermano. –me dijo.
-El
mío es el compañero del tuyo, y también está en las últimas -dije.
-¿Qué
edad tiene él? –pregunté.
-Cincuenta
y cuatro.
Me
agarré a la silla. Yo habría jurado que estaba cerca de cumplir un millón de años.
La segunda sacudida fue la de los recuerdos. De repente me acordé de ambos
hombres: del paciente y del acompañante. Recordé los días de la infancia, las
carreras detrás de un balón en un solar repleto de escombros, lavadoras viejas
y ratas del tamaño de un conejo. Recuerdo los sueños de los tres de ser
deportistas famosos, las partidas de futbolín en la bolera del barrio, el olor
de las manzanas bañadas en caramelo y los abrazos y las despedidas que nunca
cruzamos cuando el destino nos separó sin darnos cuenta. Cuarenta años después
volvimos a vernos y ya nada quedaba ni de la bolera y ni del solar donde
corríamos detrás de una pelota de cuero remendado mil veces, y ahora ya éramos
viejos para soñar con ser futbolistas.
Cualquier
día de estos, cuando entre en la habitación para visitar a mi hermano, miraré
hacia la cama del viejo amigo de la
infancia y ya no estará. Entonces me acordaré de Bécquer:
¡Dios mío, qué solos
se quedan los muertos!
En las largas noches del helado invierno,
cuando las maderas crujir hace el viento
y azota los vidrios el fuerte aguacero
de la pobre niña a veces me acuerdo.
Allí cae la lluvia con un son eterno,
allí la combate el soplo del cierzo.
del húmedo muro tendida en el hueco.
¡Acaso de frío se hielan sus huesos!
¿Vuelve el polvo al polvo?
¿Vuela el alma al cielo?
¿Todo es sin espíritu, podredumbre y cieno?
No sé, pero hay algo que explicar no puedo
algo que repugna,
aunque es fuerza hacerlo
al dejar tan tristes,
tan solos los muertos.
En las largas noches del helado invierno,
cuando las maderas crujir hace el viento
y azota los vidrios el fuerte aguacero
de la pobre niña a veces me acuerdo.
Allí cae la lluvia con un son eterno,
allí la combate el soplo del cierzo.
del húmedo muro tendida en el hueco.
¡Acaso de frío se hielan sus huesos!
¿Vuelve el polvo al polvo?
¿Vuela el alma al cielo?
¿Todo es sin espíritu, podredumbre y cieno?
No sé, pero hay algo que explicar no puedo
algo que repugna,
aunque es fuerza hacerlo
al dejar tan tristes,
tan solos los muertos.