jueves, 26 de abril de 2012


El Valor de lo Insignificante

Cada uno de nosotros éramos los que íbamos a cambiar el mundo. Los que creíamos poder erradicar el hambre, parar la guerra, cobijar a los sin techo, dar de comer al hambriento y vestir al desnudo. Los que castigaríamos a criminales sin condenada y devolveríamos la dignidad a los oprimidos y la libertad a los cautivos.
Pero, quizás veinte, treinta y hasta cincuenta años después, el mundo sigue girando sobre el mismo eje torcido; el dinero y el sexo continúan sujetando los hilos que mueven los sueños de los humanos, y el hambre y la injusticia, la sangre y las lágrimas nos recuerdan que el hombre sigue siendo un lobo para el hombre.
Una sola persona no podría acarrear toda el agua de un océano, derruir una montaña o leer todas las palabras que hayan sido escritas jamás. Pero esa misma persona podría ser el que coloque o culmine la primera o la última piedra de cualquier edificio colosal, el que corone una cima que otros antes no pudieron explorar o el atleta que sea el que porte el testigo y cruce la meta en una carrera de relevos.
A cada uno de nosotros a veces la vida nos desarma. Nos desnuda frente a la inmensidad del caos y nos empuja a llorar en el rincón en donde se desconsuela los ángeles que llevan heridas de plomo en sus alas. Perdemos la esperanza, nos maniata el pesimismo, parece que nada de lo que hacemos vale la pena, que nada tiene sentido y nada alcanza su fin. Dar unas monedas a un hambriento, prodigar una sonrisa, reprimir una palabra de ira o sarcasmo, dar los buenos días a quien nos vuelve la cabeza, tal vez no cambien el mundo, pero ayudan a transformarlo.
Es inútil pretender fletar un buque gigantesco con las bodegas cargadas de alimentos con los que cubrir las necesidades de pueblos enteros del tercer mundo; pero quizá con esa humilde limosna logremos saciar el hambre del pobre de la esquina más próxima. El hombre bueno se engrandece cada día con pequeños gestos, el mundo es un poco menos caótico cuando en medio de la batalla resplandece una sonrisa. Las carreras de un crío, la madre que se afana en el hogar, el conductor que nos da paso, la persona que se agacha a recogernos las cosas que se nos han caído, todos ellos nos recuerdan que Dios sigue llamando a los bienaventurados que llenarán la tierra.