viernes, 14 de enero de 2011

Lluvia de Rosas

Por desgracia es un hecho que en este mundo hay muchísimas personas que nunca oran, nadie se lo ha enseñado o lo han olvidado. Los santos tienen esa misión en la tierra y después en el cielo. En la tierra nos hablan del amor de Dios y nos describen, como bien hace santa Teresa de Jesús, su experiencia mística y cómo llegó ella a encontrarse con Dios a través de la oración. Y después de la muerte, desde el cielo, nos ayudan a encontrarnos con Dios. Ellos se meten en nuestra vida para que nos demos cuenta de que Dios guía nuestros pasos y, cuando lo consiguen, desaparecen con una humildad muy característica. Son como un megáfono con el que pedimos auxilio. Nuestra débil voz, que no llegaría a oídos de los más cercanos, aumenta al usar el megáfono, de tal modo que esa voz pueda ser oída a distancia. Y lo más curioso es que ese megáfono nos acerca tanto al auxilio que necesitamos, que ya luego no necesitamos altavoz y hablamos directamente con quien nos puede auxiliar. Así son los santos. Así es, sobre todo, esa santita que los norteamericanos llaman Little Flower, santa Teresa del Niño Jesús, hoy doctora de la Iglesia, que prometió que desde el cielo enviaría una lluvia de rosas. Desde América nos llega una historia que nos demuestra cómo la santa cumple su promesa.

Nuestro protagonista es un hombre de negocios que desde pequeño fue impermeable a las prácticas de devoción que su buena madre le inculcaba. Luego, ya mayor, casó como una mujer del gran mundo que no practicaba religión alguna y su corazón se enfrió más que nunca. Sin embargo –cosas de la vida–, querían educar bien a sus hijas y las llevaron a una escuela católica regentada por religiosas, simplemente porque a ella iban otras niñas de familias amigas y decían que eran buenas pedagogas. He aquí su relato:

"Yo me dediqué en cuerpo y alma a los negocios y, como prosperaba, no me acordé más de Dios. Un día se me presentó un negocio para el cual necesitaba una cantidad de dinero que ni tenía a mano, ni me era fácil conseguirlo en el plazo de cuatro días. Estaba yo con esto muy preocupado y traté del asunto con mi mujer, por ver si ella me podía conseguir el dinero de alguna manera. La mayor de mis hijas, de nueve años, oyendo esto y viéndome tan preocupado, me dijo: –Papá, ¿por qué no rezas a la Litte Flower para que te ayude? Yo, que no sabía qué clase de flor era aquella, pensé que se trataba de una superstición que las monjas habían enseñado a mi hija y, un tanto incomodado, le dije que yo no rezaba a ninguna flor. Mi pobre hija, mirándome entre asombrada y triste, se marchó, dejándome más desazonado que antes.

Tres días después no había yo conseguido el dinero, y al día siguiente debía yo cerrar el negocio. Aquella noche pasé por el cuarto de mi hija, la de nueve años. Iba a acostarse y la vi con su institutriz, que, postrada de rodillas, rezaba ante una estampa. Hice ruido y me llamó: –Papá, Marta y yo le hemos hecho un triduo a Little Flower (y señalaba la estampa) para que mañana se arregle lo de tu negocio. Ella (volvió a señalar la estampa) ha prometido que enviaría desde el cielo una lluvia de rosas...

Pasé una noche muy molesto, tanto más cuanto que mi mujer volvió de un baile casi al amanecer.

Al llegar a mi despacho, llamé a mi secretaria para dictarle una carta diciendo al interesado que me era imposible arreglar aquel negocio. Mientras le mecanógrafa escribía la carta, anunciaron una visita. Era un antiguo amigo mío a quien hacía años que no veía. Entró y, después de unos momentos de conversación, saludos, recuerdos..., me dijo: –Vengo a pagarte una antigua deuda; he tardado cinco años en cumplir mi obligación, pero hasta ayer no tuve oportunidad de conseguir el dinero. Y mientras decía esto, sacaba de su cartera el talonario de cheques y extendía uno sobre mi mesa. Luego, excusándose por la tardanza, se marchó diciendo que no quería robarme más tiempo. Al mirar el cheque, me quedé como quien ve visiones: estaba extendido precisamente por la cantidad requerida para el negocio...

Al regresar a casa aquella tarde, pasé por delante de la casa de una florista y, al ver en el escaparate un magnífico ramo de rosas, me detuve a comprarlo. Pensaba en la lluvia de rosas de que me había hablado mi hijita la noche anterior. Al entrar en casa, se las di con el convencimiento de que su Little Flower me había enviado el dinero. Acompañé a mi hija hasta su habitación y colocamos el ramo ante su estampa con una ternura inusitada.

A los pocos días me hijita me trajo una estampa de santa Teresita y me pidió mi cartera para ponérmela allí, a lo cual yo accedí gustoso. Tres días más tarde iba yo a tomar el Metro y, sin saber por qué, se me cayó la cartera; me agaché para recogerla, siendo este tiempo suficiente para que se pusiera en movimiento el tren y cerrara las puertas, obligándome a esperar el siguiente. De pronto se oyó un gran ruido y se apagaron las luces... El tren que yo había perdido acababa de descarrilar, cosa rarísima en el Metro, y varios fueron los heridos y muertos. Salí a la calle sudando frío. ¡De la que me había escapado! Por primera vez en varios años entré en una iglesia próxima, y mi sorpresa fue grande al ver una imagen de santa Teresita ante la cual ardían muchas luces. Me arrodillé y, sin saber lo que hacía, me encontré orando fervorosamente, dando gracias a Dios por haberme librado tan providencialmente de morir o de quedar lisiado, favor que yo atribuía a la mediación de santa Teresita, cuya estampa había puesto mi hijita en la cartera,

Poco tiempo después fui a casa de Kenedy, en Brakley St., y compré una imagen pequeña de la santa, que regalé a mi hija. También me vendieron allí la Historia de un alma, que empecé a leer para distraerme y la terminé interesadísimo. Lo que causó gran impresión fue el caso de Pranzini. Fui a comprar un gran Crucifijo, que desde entonces tengo sobre mi cama, y cuyas llagar beso devotamente todas las noches. En fin, cambié de vida y mi esposa también, y ahora me he convertido en propagandista de la devoción a la Little Flower, a la cual quiero muchísimo, pues ella me enseñó a orar y me hizo volver a Dios."

Hasta aquí el testimonio de esta alma buena que se dedica al apostolado de santa Teresita.

¡De cuántas manos se vale Dios para intervenir en nuestras vidas! Cómo va Él tejiendo todas las telas para que al final nos vistamos de su divina voluntad: la enseñanza de unas religiosas a la niña de nueve años, la devoción de la hija y la perseverancia en la oración de la institutriz, un deudor que llega a tiempo a devolver lo que debía, una cartera por los suelos, una imagen en la iglesia, un ramo de rosas, la Historia de un alma que la santa escribió por obediencia... Todo esto lo trama el Señor para que un hombre bueno se entregue de corazón a su causa. Y con él su esposa. Ya no llevan vida disipada y de espaldas a Dios. Ahora, a través de santa Teresita, han encontrado a Jesús. ¡Ojalá que el Señor nos haga útiles siervos para que se pueda comunicar con los hombres que todavía no le aman o se han olvidado un poco de Él! Como santa Teresita, como Little Flower.

por el P. Javier Andrés Ferrer, mCR

Revista Avemaria