miércoles, 6 de octubre de 2010

El Sirviente Perezoso


Un viejo y jocoso refrán castellano dice que los grandes sermones mueven más los traseros que los corazones. Muchos de nosotros habremos asistido en alguna ocasión a alguna charla, conferencia u homilía donde disertaba alguna persona muy docta, licenciada quizás en Teología y Filosofía, titular de cátedras de no sé cuántas universidades y con una mente capaz de retener toda las enseñanzas de los libros y todos los secretos del saber y de la ciencia. Y nos hemos aburrido hasta el sufrimiento.

Había una mujer que no sabía hacer una o con un canuto, que nunca fue a la escuela y que jamás leyó un libro, y que, en asuntos de Dios, se defendía con la fe del carbonero. Pero tenía un don que la hacía extraordinaria: sabía aconsejar. En cualquier duelo, bautizo o boda, allí estaba ella, menuda como una lagartija, para consolar a la viuda, adoctrinar a los padres u orientar a los esposos. Con pocas palabras zanjaba un pleito, iluminaba una conciencia, restauraba una amistad o curaba un hábito pernicioso. El Señor la dotó de un talento y a ella le devolvió en el prójimo el ciento por uno.

Sé de muchos creyentes de a pie a los que le aterra –yo el primero- ser como el siervo gandul de la parábola: aquel que enterró los dos talentos que su amo le entregó en depósito para que los administrase. El problema surge cuando no sabemos descubrir los dones con los que Dios nos dotó; o peor aún, cuando creemos no tenerlos. Porque el desánimo y la duda los carga el diablo.

Muchos católicos, valiéndose de los trampolines de las nuevas tecnologías, se han lanzado en los últimos años a evangelizar como blogueros o lanzando sus propios portales. Sé que muchos abandonan pronto cuando la respuesta del público no es la que esperaba, o cuando no tienen quién les escriba o creen que sus enlaces no los visita nadie. Creo que eso es enfocar mal el problema. Nosotros sólo debemos ser viñadores; el tiempo de la cosecha no nos corresponde a nosotros adelantarlo, ni atraer a la lluvia, retener los huracanes o ahuyentar plagas y depredadores. Ya nos recuerda el salmista que si el Señor no construye la casa, en vano se cansan los constructores.

Muchos gurús de la informática levantaron imperios con un ordenador y una pequeña impresora en un garaje. La misma madre Angélica fundó la EWTN sin un dólar desde los sótanos del monasterio y hoy su televisión es vista en todo el mundo por millones de almas. Por el contrario, muchos negocios lanzados al mercado con grandes recursos económicos y publicitarios fracasan miserablemente sin motivo conocido.

Cuando San Pablo escribió sus epístolas y las remitió a discípulos como Timoteo y Filemón o a las iglesias locales, estoy seguro que nunca pensó que, a lo largo de los siglos, todos los días millones de personas en el mundo son iluminados por su doctrina y reconfortados en la duda y en el desánimo. El apóstol no necesitó de grandes editoriales, ni de la copia masiva de ejemplares ni se pudo valer de las técnicas modernas de difusión, pero los frutos han resistido al paso del tiempo y de las modas y suena en nuestros oídos con el eco de una palabra nueva pronunciada por primera vez.

Desde entonces las paredes de las catacumbas donde los primeros cristianos grabaron las figuras de los apóstoles o describieron escenas del Nuevo Testamento, las cúpulas y vidrieras de las catedrales, los frescos con las Vírgenes de Murillo, las partituras donde compusieron sus misas Beethoven o Bach, el mármol con el que Miguel Ángel esculpió la Piedad, los versos de los poetas místicos, son evangelios vivos donde se proclama la buena noticia de Jesús resucitado.

Pero no hace falta ser Gaudí, Mozart o Santa Teresa para ponernos al servicio del Evangelio. Casi todos habremos visto por la tele a la mujer hindú que viaja por el mundo dando abrazos. Muchos de nosotros conoceremos a alguna vecina, compañero de trabajo o conocido de viaje en el metro o autobús que sonríe siempre, y esa felicidad nos contagia y nos hace preguntarnos por el secreto de tanta dicha. Hay quienes evangelizan con la oración, otras con el silencio, muchas con la humildad. El obrero honesto en el torno, en el taller o en la fragua, las manos del carpintero que pule maderas noble, la madre que acoge y luego recibe a los hijos cuando van y vuelven a casa, esos son talentos trabajando para Dios.

Siempre, en cualquier parte del mundo, a cualquier hora, hay alguien buscando a Dios. Cualquiera de nosotros puede ser el que se lo dé a conocer.