jueves, 7 de octubre de 2010

Con su permiso, yo discrepo

A mí también me gusta el cine, como a tantos otros, pero cuando me siento frente a la pantalla no pretendo encontrarme una pepita de oro; simplemente me conformo con no morder una piedra de lenteja. Soy de los que piensan que para disfrutar de una película hay que contemplar el espectáculo con los ojos del espectador y no con la mirada del crítico. Es la misma diferencia de ver una lágrima o una gota de sangre corriendo por una mejilla o un párpado que contemplarla a través de la lente de un microscopio: la belleza de lo próximo se difumina hasta parecer monstruosa. Me gustan las películas que me hagan reír o sonreír, que contengan tramas con un mínimo de suspense, films de acción donde no se haga alarde gratuito de la violencia ni del sexo; oír diálogos chispeantes sin llegar a la pedantería o al magisterio académico. Vamos, como el común de los mortales.

Por eso cuando busco en www.filmaffinity.com la ficha de alguna película que no he visto, lo primero que hago es ver la crítica de Carlos Boyero. Si a este señor no le gusta, me apunto a verla enseguida; si, por el contrario, le da buena nota, paso de visionarla. Porque es una crítica contaminada de ideología. El sistema me funciona ocho de cada diez veces.

Todo esto viene a cuento por el artículo Sobre el cine religioso actual que publicó en www.infocatolica.com el sacerdote José Fernando Rey Ballesteros. El estimado padre plasma comentarios como éstos:

“El cine religioso de calidad terminó con “Un hombre para la eternidad“, de Zinemann”.

“Prueba de fuego” es un bodrio infumable“.

Bella”, con todas sus dosis de buena doctrina, no pasa de ser una película mediocre. Y el bueno de Verástegui no es, precisamente, Richard Burton ni Peter O’Toole; es un niño guapo que quiere ser actor, pero que aún no está a la altura, ni siquiera, de Ethan Hawke”.

De “La última cima”, simplemente, no voy a hablar”.

La peor película de Scorsese, con toda su negatividad y su amargor, da mil vueltas a cualquier film de temática religiosa de los últimos 30 años”.

“Mientras siga importando más el mensaje moralizante que la calidad cinematográfica, no volveremos a ver un “Becket” como el de Glenville”.

Lo primero que me sacude del artículo es que es una opinión dibujada con trazo grueso. No he leído por ninguna parte “yo creo que”, “Pienso que”, “A mi me gusta de esta manera”, “Es discutible la calidad”. No, al contrario. Parece que estamos escuchando al Papa hablando ex cátedra desde la tribuna de la infalibilidad. Eso se le admite a un crítico profesional, pero no a un sacerdote. De la misma manera que si un crítico de cine se pusiera a darnos un curso de teológica, correríamos a escribir un libro para contestarle, como hizo Chesterton cuando compuso Ortodoxia para rebatir un comentario fuera de lugar.

Como argumento de base me parece un error esta premisa:

Se trata, más bien, de decir: “Me gusta el cine, sé cómo hacer cine, y voy a hacer una película impresionante.

Es obvio que a todos los que se dedican al cine, les gusta este arte; con mayor menor pericia saben hacerlo, y estoy convencido que todos buscan hacer una película que sea recordada. Pero cuando hablamos de cine católico o religioso, lo católico y religioso no es aquí adjetivo, sino sustantivo, es la esencia, el objetivo que se debe perseguir, el sujeto y no el objeto que lo anima, y cuando no llega el talento, allí actúa Dios. El Evangelio está para ser predicado a pecadores, no a críticos de arte. Lo contrario sería pensar que, ya que no surgen santos escritores como Santa Teresa de Jesús o San Juan de la Cruz, es inútil hacer poesía mística. Como ya nadie pinta a la Virgen como Murillo, dejemos de componer cuadros religiosos. Como ya no están Bach, Beethoven, Mozart o Schubert, sea anatema la música religiosa.

Y eso si nos vamos a lo grande, si nos quedamos en lo cotidiano, en muchas misas oímos homilías de mucha palabra y poca sustancia. Ya lo dice el refranero que los largos sermones mueven más los culos que los corazones, y no es raro ver a alguien dar más de un cabezazo durante una prédica interminable. Para proclamar la palabra a veces escuchamos a viejecitas octogenarias con voces quebradas que suenan más bien a murmullo de confesionario, o los solitas del coro a los que se les escapa más de un gallo. Pero no por ello la santa misa tiene menos valor. Debemos ver cómo la viejecita octogenaria o el solista que desentona superan su terror escénico, dan un paso al frente y ocupan el espacio que otros, quizás más dotados, no se atreven o no quieren dar. No tendremos proclamando la palabra voces de locutores de radio o cantando el Ave María a Susan Boyle, pero el Espíritu Santo habla a través de ellos. Verástegui no será Richard Burton, pero dejó la vida regalada, los placeres del mundo y un futuro de éxito para darse al Señor. A lo mejor nunca tendrá una actuación formidable, pero si consiguió que con Bella una sola mujer dejara de abortar, estoy seguro que a los ojos de Dios habrá logrado una obra maestra. Pero incluso las obras maestras tienen sus pifias como Casablanca y su famosa escena en la que Rick espera el tren bajo la lluvia en la estación, con la gabardina mojada. En cuanto sube al tren, milagro, ya tiene la gabardina completamente seca. A lo mejor vemos en una película un monje medieval guareciéndose de la lluvia bajo un paraguas, pero abre la boca y nos suelta un sermón de los que hacen detener un ejército en marcha.

Los mecanismos de la conversión son múltiples y sorprendentes, porque tras ellos está la obra del Espíritu Santo. Escuchar una palabra del Evangelio que hemos oído mil veces revelándonos algo que estaba escondido hasta entonces, el consejo de un amigo, un oído que nos escucha, un libro que abrimos por primera vez y que nos interpela poderosamente hasta convertirnos, el testimonio de un conocido, son palancas con las que muchas veces un pecador se arrepiente y se vuelve a Cristo. Esto sería muy difícil de explicar a un científico, pero no a un creyente, no a un sacerdote. Donde no llega la ciencia, actúa la gracia.

La Madre Angélica no tiene la elocuencia de Cicerón, ni la fotogenia de Greta Garbo ni el porte de Angelina Jolie. Hija de divorciados, apenas cursó estudios elementales. Aquejada de molestias digestivas, vértebras machacadas, asma crónica, hipertrofia en el corazón, parálisis y piernas torcidas, cuando se asomaba a la pantalla explicaba la Biblia como nadie. Escucharla a ella era como oír un cuento maravilloso sentado alrededor de una lumbre en una noche de invierno. Personajes como Moisés, Abrahán y Jacob se mostraban ante los ojos de todos como si hablara de unos tíos cercanos con los que habíamos compartido toda la vida. Y eso lo hacía desde la televisión que fundó con un solo dólar. Siguiendo los criterios del padre Rey Ballesteros, esta religiosa jamás debió salir en pantalla. No era teóloga ni sabía nada de televisión, una sola cámara la enfocaba en un primer plano, y en su programa no había concursos ni documentales rompedores. Solo ella y una biblia que movía mecánicamente con su pulgar mientras daba una charla de cincuenta minutos que congregaba a millones de personas católicas, metodistas, presbiterianas. Son innumerables las conversiones que logró. Se hizo famoso el hombre que, a punto de suicidarse, sintonizó sin querer con el programa de la Madre Angélica y su vida cambió para siempre. Porque cuando ella hablaba parecía que estábamos escuchando a Jesús explicando una de sus maravillosas parábolas. Porque ella, por principio “no le gustaba hacer televisión, no sabía hacer televisión” y estoy seguro que jamás pensó que iba a ser “una televisión impresionante”. Sólo quería dar a conocer a Cristo, lo mismo que Verástegui o Zerirelli, porque ella tenía un lema que hace bueno el cine malo:

“Si quieres hacer algo por el Señor… hazlo. En cuanto veas que es necesario actuar, aunque te tiemblen las rodillas, aunque estés muerto de miedo, da el primer paso. Junto con este primer paso llega la gracia y, a cada gracia, más gracia. Tener miedo no es un problema: lo que nos tiene que asustar es no hacer nada”.