viernes, 8 de octubre de 2010

Caramelos Envenenados


Fue Einstein el que nos advirtió que es más fácil descomponer un átomo que un prejuicio. La calumnia nunca sale gratis: daña tanto al que la practica como al que la sufre, marca cicatrices que jamás se cierran y son los detonantes de las leyendas negras que enfangan el buen nombre de personas y grupos.

En cuanto a leyendas negras, los cristianos y la Iglesia cargamos con la culpa de casi todas las que han surgido desde que Cristo anduvo por los caminos de Galilea. Si el Tíber baja muy caudaloso o el Nilo muy bajo, si el cielo permanece cerrado o la Tierra se mueve, si llegan la peste o la hambruna, el grito es ‘¡Los cristianos al león!’.

Con estas palabras Tertuliano resumía el problema de las persecuciones anticristianas. La celebración eucarística era mostrada como un asesinato ritual; por consumir las especies sagradas se decían que los creyentes eran caníbales, se les acusaba de incesto y orgías rituales. Luego vino Nerón y quiso endosarnos el muerto del incendio de Roma, y, desde entonces y a lo largo de la historia, ya no hay matanza, epidemia o guerra que no cuente con un papa como sospechoso habitual. Durante la guerra civil española, un convento madrileño estuvo a punto de ser saqueado porque se corrió el rumor de que las monjas regalaban a los niños caramelos envenenados.

Podríamos seguir añadiendo ejemplos hasta llenar una enciclopedia, pero bastaría con resaltar dos datos sobre la última oleada anticatólica: de los miles de casos de sacerdotes pederastas en Estados Unidos e Irlanda a los que los medios de comunicación han fusilado sin haberles hecho ni siquiera el juicio, las cifras reales se reducen a cincuenta y cuatro condenados en cuarenta y dos años en el país norteamericano, o que en Irlanda, según las investigaciones del periodista ateo Brendan O´Neill, sólo podían acreditarse sesenta y ocho acusaciones en cincuenta y nueve años. En las últimas horas, se ha vuelto a la carga contra la Iglesia, primero con el caso del Instituto de Obras de Religión, al que un funcionario de la fiscalía de Roma con el gatillo flojo ha disparado un proyectil con una acusación insostenible. Segundo, cuando un periódico de Valencia publicó en primera página el infundio de que un sacerdote había sido imputado por un delito de pornografía infantil.

Ya sabemos que los difamadores anticatólicos hacen carrera: cualquier falacia que publiquen en contra del Papa o del clero tiene el éxito asegurado: un becario con ganas de colgarse una medalla que lanza un infundio descabellado, una solemne bobería que es contada en tono académico, una red de distribución que propaga rápidamente la calumnia viral a través de foros y webs, un copia y pega que se extiende con la rapidez de un plaga, y un coro de embusteros solidarios que hacen la ola a cualquier patraña, y ya una nueva leyenda negra ha irrumpido en la historia, de esas que son imposibles de deshacer ni lavándolas con la verdad.

En Inglaterra, Benedicto XVI ha pasado de ser el rottweiler de Dios, o un viejo villano y lascivo con sotana, a recibir una disculpa de los periódicos británicos. Esa iluminación de honestidad parece que no ha llegado a España.

En nuestro país, ya se ha puesto en marcha toda la maquinaria del librepensamiento para protestar contra la visita papal a Santiago y Barcelona el próximo noviembre. Volveremos a ver a los mismos de siempre haciendo lo de siempre y contándonos lo mismo. Volverán Hans Küng, Tamayo, Leonardo Boff y Arregui a explicarnos lo malo que es Benedicto. Todos ellos, teólogos herejes que se pasean sin tregua de un púlpito a otro, de una televisión a otra, que escriben lo mismo en los mismos periódicos, que cuentan la misma cosa una y otra vez, de tal manera que acabamos con tener la impresión que, viéndolos a ellos, estamos siempre leyendo el mismo artículo, contemplando el mismo debate y comentando el mismo libro. Es un reparto muy escaso para una serie B tan larga. De vez en cuando entran en escena grandes actrices secundarias como las ilustres propagandistas de los periódicos y las televisiones amigas que tanto adoran a la diosa Laicidad, que vienen a echar una mano para que la comedia coja un poco de ritmo y suspense. La pena es que son actores interpretando siempre la misma comedia, repitiendo los mismos gags, soltando las mismas lágrimas inverosímiles, repitiéndose a sí mismos, interpretando el mismo papel, saliendo y entrando de platós distintos para acabar al final en medio del mismo escenario de un ópera bufa.

El problema es que ahora no se conforman con manipular al público tan poco crítico que les paga. Ahora quieren encarcelar al papa, esposarlo sin miramientos y sentarlo en el banquillo de los acusados del Tribunal de la Haya por delitos contra la humanidad. Al parecer, el genocidio que le imputan a este anciano de aspecto de abuelo bonachón por los que los nietos se pelean para que les lleve a jugar al parque, es de haber exterminado, él solito, a millones de personas por haber dicho algo tan irrefutablemente científico como que la castidad es el método más seguro de prevenir el sida.

Pero empapelar al Santo Padre ya se convierte en una superproducción que requiere de muchos figurantes y mucho atrezzo. Volverán a sacar a Galileo y la hoguera donde nunca fue quemado para asarlo a la parrilla al menos hasta que el viaje del Pontífice concluya. Sacarán del baúl de los recuerdos el uniforme de la SS para ponérselo al Papa a la fuerza; volveremos a oír la vieja cantaleta de las riquezas de la Iglesia, lo de que con los impuestos de todos la jerarquía católica hace política. En fin, los mismos refritos de comecuras, los mismos lugares comunes anticlericales, las mismas soflamas recalentadas. Nada nuevo bajo el sol.

Y además, han pedido ayuda a la caballería: los cristianos de base. Cuando me los nombra a mí me recuerdan a la mujer del Teniente Colombo, que en todos los episodios salía pero jamás nadie la vio. Eso sí, siempre incordiaba ofreciendo consejos, dando recetas de cocina o pidiendo autógrafos. Son como la coartada recurrente donde los tramposos enjuagan sus crímenes. Conozco a gente de muchos grupos: catecúmenos, focolares, legionarios de María, carismáticos. Sé quiénes son, dónde se reúnen y cuál es el apostolado con el que dan gloria a Dios a través de la Iglesia.

¿Dónde están esos cristianos de base que nunca me he tropezado con ellos en la iglesia? Nunca los he visto en misa arrodillándose ante el Santísimo ni proclamando la liturgia de la palabra. Nunca los he visto atendiendo a los pobres en los comedores de Cáritas. Nunca los he visto cuidando enfermos ni llevando el viático a los postrados. Nunca los he visto dando consuelo a los presos con la Pastoral Penitenciaria. Nunca los he visto procesionando con las cofradías, recibiendo portazos en las narices si llamas a alguna casa donde quieres evangelizar. Nunca los he visto en otro sitio que no fuera en los manifiestos de los abajofirmantes, que de cuando en cuando, empapelan los rotativos cargando contra todo lo sagrado.

Sospecho que esa Iglesia de base sabe más de El Capital que del Evangelio. Quizás conozca el Padrenuestro, pero con música de La Internacional. Nunca les he visto apuntarse a dar catequesis o a limpiar el templo. O quizás si les vemos tan poco por las parroquias es por el poco tiempo que debe quedarles de tanto entrar y salir en las asambleas de los sindicatos o los comités de los partidos. O si nunca llegan temprano a misa de doce los domingos es porque la madrugada les sorprendió en los garitos donde las feministas se organizan para acabar con la dictadura eclesial, o donde haya dos o más reunidos en el nombre de la modernidad organizándose para reventar la próxima visita del Papa.

Cuando Cristo, camino del Calvario, fue recibido por una turba encolerizada que le lanzaba escupitajos, le tiraba de la barba o del cabello, le zancadilleaba o le acribillaba a pedradas, el destino de la Iglesia quedó unido al de Jesús. Ahora ya los lapidarios de turno ya no necesiten rebanar un pescuezo o flagelar hasta la muerte. Ahora es todo más moderno, más progre. Basta con encontrar un cooperador necesario: un religioso que da un mal paso, la declaración mal entendida o peor explicada de cualquier purpurado o, el premio gordo con el número complementario: alguna catequesis del papa extractada fuera de contexto –no faltaría más-, debidamente seleccionada en su aspecto más polémico, y empaquetada al vacío, marcada con el sello de la casa y distribuida Urbi et Orbi por los canales del laicismo feroz.

Es decir, una historia muy pequeña, una mentira muy grande, una campaña muy larga y una ética muy escasa, y de nuevo habremos plantado una nueva cruz en el Calvario, donde Cristo, de nuevo, morirá condenado por una infamia y a manos de los calumniadores que han convertido el atacar a la Iglesia en un oficio.